Afortunadamente cada niño trae al nacer una fuente inagotable
de ganas de jugar; el calor, el frío o la lluvia no bastan para
desanimar a un niño o para detenerlo en su juego porque es hora
de dormir. Antes de hacer la tarea es común oírles decir:
“déjame jugar un ratito más”. Es durante los
primeros años cuando el juego y el trabajo se juntan con mayor
precisión, y es casi imperceptible distinguir la línea
que separa uno de otro.
En la edad adulta
los padres —cuando tienen a sus hijos— reciben una nueva
oportunidad de disfrutar momentos de juego: acompañándolos
en el juego motor, en el que zarandearlos, moverlos, hacerlos dar marometas,
brincar con ellos, jugar carreras, patear pelotas y revolcarse en el
piso son acciones que causan gran placer a todos, chicos y grandes.
A lo largo de la infancia de sus hijos, los padres aprenden con rapidez
a distinguir que cuando el niño no juega y se muestra apático
ante los juguetes es un síntoma de enfermedad, de disgusto, de
tristeza o de preocupación por algo. Por lo general, niño
que juega es un niño sano; niño que no quiere jugar es
una señal de que hay algo de que preocuparse.
Actualmente hay
padres que, en su afán por preparar a sus hijos para el futuro,
llegan a considerar el juego como una actividad innecesaria y, con la
mejor voluntad, saturan las horas libres de sus hijos con clases de
baile, karate, pintura, idiomas, artesanías, etcétera.
Deben darse cuenta de que el juego es vital para el desarrollo, tanto
físico como emocional e intelectual; deben permitirles jugar
y procurarles un sitio, así como juguetes y materiales para hacerlo.