Cuando Valentina Bravo nació, no lloró como lo hacen casi todos los niños. Era tan valiente que, cuando el médico le dio la famosa nalgada, en lugar de comenzar a gritar, dicen que le hizo un gesto al señor de blanco. Cuando tenía tres años, a Valentina no había que cuidarla de alacranes, arañas y serpientes; si uno de estos animales se cruzaba en su camino, podía terminar como postre, pisado como un chicle o útil para practicar cómo se anuda una corbata.

A estas alturas, sus papás ya habían decidido colocar a la entrada del jardín un letrero que decía:

 

Como es de suponer, las peligrosas alimañas que tampoco estaban indefensas ya le habían propinado varias picaduras y mordidas. Un ojo hinchado, una reacción alérgica y una uña caída ya estaban en su haber. Así era Valentina. A la edad de cinco años, su curiosidad era casi tan grande como su valentía. La criatura ya sabía que con los contactos en la pared no debía jugar. Mil veces le dijeron: ¡No Valentina… un toque te va a dar!

Muchos experimentos hizo cuando sus padres estaban descuidados. Por una de las ranuras metió palitos de paleta, trozos de cartón, un muñequito de plástico y varias cosas más.

—Un toque no es nada: yo aguanto eso y más —pensaba erróneamente la niña Bravo.

Puede ser que eso creyera porque Valentina no sabía lo que era recibir una descarga de electricidad. Así fue y lo vino a averiguar cuando intentó el experimento con una tijeras. De ser completamente lacia, quedó con el cabello rizado por una semana. Eso sin contar con las puntas de sus dedos que imitaban una coliflor chamuscada. Con todo y eso Valentina no lloraba.