Texto: Jaime Septién
Diseño gráfico: Nora Espino

 

 

Algún psicólogo de avanzada, allá por los años setenta y ochenta del siglo XX, recomendaba a los padres, maestros y a la sociedad en su conjunto, olvidarse de la antediluviana teoría de la autoridad con respecto a la crianza de los hijos y al desarrollo intelectual, social y afectivo de los menores.

      El resultado no pudo haber sido más catastrófico. Tanto la sociedad como los padres de familia nos volvimos temerosos de cualquier rasgo que pudiese denotar mandato u obediencia. Confundimos los papeles y tuvimos que conformarnos con pasar de la generación "sí, papá" a la generación "sí, hijo".

      Nunca sabremos lo que hemos perdido al perder el binomio autoridad-obediencia. Los maestros lo padecen todos los días en las aulas. Son víctima de caprichos constantes de niños con padres débiles, de familias débiles, del pensamiento débil que ha asaltado la posmodernidad hasta convertir las relaciones humanas en mutuo desconocimiento.

 

            No abogo por un retorno a la crueldad del autoritarismo, que quede claro. Abogo —y soy el primero en reconocerlo— porque los padres y los maestros; la familia y la escuela volvamos a tomar el lugar que nos corresponde, y que nuestros niños puedan crecer en un ambiente de libertad. Porque la libertad solamente se vive cuando se tiene la noción adecuada de los límites (por ejemplo: que la libertad que tengo de extender mi brazo termina donde comienza tu nariz).

            El problema del permisivismo es que no proviene del amor sino de la flojera. "Haz lo que quieras mientras no me molestes", parece ser una regla generalizada al interior de la familia de hoy. En cambio, la autoridad, es decir la razón que da razones, implica un esfuerzo continuo que muchos no estamos dispuestos a llevar a cabo. En principio, el esfuerzo por dar razones sobre el sí o el no a quienes se nos ha encomendado su educación.

 

      Hace poco leía las conclusiones de un estudio —realizado en la Facultad de Psicología de la Universidad de Valencia (España)— sobre las causas de la agresividad y la inestabilidad emocional que aqueja a la gran mayoría de jóvenes de la actualidad en los centros urbanos. Son, básicamente, dos: elevada permisividad (educación sin normas) y ausencia de amor. La verdad es que podría ser solamente una: ausencia de amor. Quien ama, corrige; y al corregir se compromete. Quien no ama, ni corrige ni se compromete. Espera que las cosas se den como su orgullo lo requiere para sobrevivir, pero sin participar en el transcurso de la vida ajena. El resultado es obvio: un desastre emocional que se desquita pegando, rompiendo, destruyendo lo de los demás.

      Todo proceso educativo implica un proceso de mutua afectación: padres e hijos, maestros y alumnos, que encuentran su libertad en la práctica cotidiana del reconocimiento. La distancia, la ausencia de normas, el sinuoso empleo del "me da lo mismo", conducen a callejones sin salida, puertas cerradas a la construcción de lo que piden a gritos los hijos desgarrados del silencio violento y la alienación continua: un hogar sólido.