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Texto: Diana Sheinbaum
Diseño gráfico: Jani Rivera

 

El encuentro

La llegada de los europeos a América no sólo implicó el descubrimiento que hicieron Cristóbal Colón y sus marineros de las tierras americanas y sus pobladores, sino también el encuentro de dos mundos y de culturas distintas. Por un lado el mundo europeo que vivía a finales del siglo XV, una etapa marcada por el desarrollo de la ciencia moderna y de trascendentales adelantos tecnológicos —las carabelas, el telescopio, la imprenta, entre muchos otros—, mismos que hicieron posibles los grandes viajes marítimos. Por otra parte, los pueblos indígenas americanos, como los mexicas, los mayas, los incas, los purépechas, quienes habían alcanzado para el tiempo del descubrimiento un importante desarrollo basado en sus conocimientos sobre los astros y la medición del tiempo, las técnicas agrícolas, la escritura pictográfica en códices, los sistemas constructivos, entre otros.

Existen, sin duda, muchas interpretaciones distintas sobre lo que significó este encuentro, tanto para los europeos como para los americanos, y una multiplicidad de estudios que tratan sobre ello. Sin embargo, lo cierto es que el proceso de interacción cultural iniciado hace aproximadamente quinientos años tuvo varias manifestaciones que transformarían radicalmente la forma de vida y la visión del mundo de los diversos pueblos que estuvieron involucrados.

 

Destrucción y resistencia cultural

La conquista de México-Tenochtitlan y la posterior colonización de los pueblos mesoamericanos estuvieron marcadas por formas de dominación, explotación y destrucción que borraron parte importante de la cultura material indígena: templos, palacios, ciudades enteras fueron arrasadas; sin embargo, la destrucción no fue total. Existieron también formas de convivencia menos violentas en las cuales se dieron múltiples intercambios y aprendizajes de todo tipo en ambas direcciones. Un ejemplo de ello es el arte del siglo XVI, en el cual sobreviven elementos del mundo prehispánico que dan cuenta de los mecanismos de resistencia que los indígenas usaron para conservar su tradición y también de los medios empleados por las órdenes religiosas para llevar a cabo la evangelización. Fue la compatibilidad de los intereses de indios y frailes y el diálogo entre ambos lo que permitió la continuidad de la cultura prehispánica en el ámbito del arte colonial.

 

La pintura poscolonial

Una de las prácticas que distinguieron a las culturas mesoamericanas de las del resto de América fue la elaboración de libros —que nosotros conocemos como códices— en los que registraban tanto su visión sobre el mundo natural y sobrenatural, como sobre las más diversas actividades de la vida cotidiana.

            Como parte del proceso de conquista, los españoles emprendieron la destrucción de aquellos libros por considerarlos muestra de la idolatría de los indígenas. En Yucatán, por ejemplo, había incineraciones públicas de códices y castigos para quienes los usaban. Sin embargo, muy pronto los colonizadores se percataron de que estos manuscritos podrían serles de utilidad: no sólo para conocer las características del territorio, sino también para comprender las costumbres y prácticas que pretendían erradicar. De esta manera, los conquistadores acabaron promoviendo la elaboración de códices en los cuales participaron frailes e indios, quienes aportaron estilos y temas ligados a sus respectivas culturas. Los primeros trajeron consigo desde Europa libros con imágenes que sirvieron como modelos para la composición de los códices coloniales. Por su parte, el hecho de que los indígenas fueran los pintores de dichos textos les dio la oportunidad de introducir temas y motivos prehispánicos que reflejaban su propio sistema de creencias.

            Así, el análisis de los códices coloniales y su comparación con los grabados europeos y las fuentes prehispánicas evidencian el proceso de conformación de una nueva cultura basada en la convergencia y confrontación de dos formas distintas de comprender y estar en el mundo.


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