Texto: Diana Sheinbaum
Diseño gráfico: Nora Espino
1750: el inicio de una época distinta
Aunque suene un tanto extraño, habría que comenzar diciendo
que el inicio del siglo XVIII no representó para la Nueva España
el inicio de una época distinta, por más que en 1700
España y su vasto imperio colonial conocieran justamente en
ese entonces el cambio dinástico que sustituyó a los
Habsburgo por los Borbones. Los estudiosos de los procesos económicos
y políticos de la época colonial, como el historiador
mexicano Enrique Florescano, señalan a los años cercanos
a 1750 como la fecha en la que realmente se inician las transformaciones
que dan a este periodo una personalidad propia. A partir de ese momento,
se ensayaron las reformas políticas y económicas más
radicales que emprendió el imperio español en sus colonias.
Como resultado, la ciudad de México experimentó importantes
cambios que modificaron su aspecto físico y mucho de su cotidianidad.
¿Cuál era el objetivo de las reformas?
Las reformas
borbónicas perseguían, entre otras cosas, fortalecer
el poder económico de la Corona frente a sus colonias y delimitar
los privilegios que la Iglesia y las distintas corporaciones habían
acumulado durante muchos años. Estos cambios respondían
a una nueva concepción del Estado que consideraba como su
principal tarea reabsorber todos los atributos del poder que había
delegado en distintos grupos y asumir la dirección política,
administrativa y económica del Reino de la Nueva España.
Para llevar a cabo estas medidas se implantó un nuevo sistema
de intendentes o gobernadores provinciales que estaban a cargo de
funcionarios adeptos a la metrópoli. Las intendencias buscaron
vulnerar el poder virreinal y sus organismos locales.(1)
Además
de los poderes civiles, la Iglesia y, especialmente, las órdenes
religiosas también fueron afectadas. Desde las primeras décadas
del siglo XVIII los Borbones llevaron a cabo acciones encaminadas a
minar el poder de estas importantes corporaciones. Por ejemplo, en
1717 prohibieron la fundación de nuevos conventos. Poco más
tarde, en 1734, decretaron que por un periodo de diez años las órdenes
religiosas no podrían admitir más novicios; en 1767 se
expulsó de los territorios españoles a los
jesuitas y, finalmente, en 1804 se expidió una ley que tenía
como propósito debilitar la base económica que sustentaba
a la Iglesia.
En este
contexto reformista, la ciudad fue también objeto de modificaciones
que se hicieron con base en el ideal urbanístico de los gobiernos ilustrados.
Si bien la traza y el tamaño de la capital permanecieron prácticamente
iguales, en la segunda mitad del siglo XVIII se realizaron múltiples
proyectos encaminados a modernizar la ciudad, mejorar su limpieza y embellecerla.
Asimismo, se decretaron diversas reglamentaciones y cédulas para combatir
ciertas conductas, como por ejemplo, las borracheras públicas, las riñas
en las pulquerías y los “bailes lascivos”. Tanto las obras
como los decretos tenían, según el historiador Juan Pedro Viqueira,
un objetivo implícito: “para las autoridades y para la élite
novohispana, las calles debían dejar de ser un territorio dominado,
de hecho, por las clases populares y por sus actividades, para volverse un
vistoso decorado arreglado conforme a las leyes de la belleza, de la
higiene, de la seguridad, de la eficiencia y de la razón.”(2)