La hostilidad a la propuesta
se encontró sobre todo entre quienes vieron la imposición
del mito indígena como un nuevo atentado a la religión
católica, demasiado cercano al doloroso enfrentamiento entre
la Iglesia y el gobierno. El Universal, diario de prosapia
católica, dio tribuna a los opositores del dios prehispánico.
En una carta, una mujer
pregunta: "¿Vamos a acostar a Quetzalcóatl en el
pesebre de Belén y rezarle en idioma náhuatl?"
A continuación advierte del peligro de que el gobierno "consuma
el reajuste del intelecto colectivo". Otro indignado sólo
ve en Quetzalcóatl a "un indio feo que en sus años
de ocio se dedicaba a la succión de sangre que palpitaba en
los corazones infantiles", por más que se lo quieran presentar
positivamente "los hombres de talento".
Y sentencia: "aunque
este acto se ha repetido similarmente en nuestra historia, no debemos
por ello de abandonar nuestra fe inquebrantable en la justicia y en
la reconstrucción de lo que se haya destruido". De la
lectura de las reseñas periodísticas se desprende que
la propuesta gubernamental se malinterpretó: hubo quienes creyeron
que Quetzalcóatl sustituiría a los Reyes Magos o que
ocuparía el lugar del Niño Dios (¡!). Nadie alzó
la voz en defensa de Santa Claus, importado hacía unas décadas
de los Estados Unidos.
La defensa oficial de Quetzalcóatl
fue implacable. Periodistas, políticos e intelectuales esgrimieron
razones contundentes a cada reticencia para sustituir al "exótico"
viejito. Según sus defensores, el mítico héroe
reunía todas las virtudes: era sabio, civilizador, artista,
honesto, pacífico, divino y hasta cristiano, pues no se había
olvidado la sospecha de que realmente fuera el mismísimo Santo
Tomás, quien habría evangelizado a los indígenas
americanos antes que la corona española.
Se apeló al sentido
común: ¿Cómo podían sentirse identificados
los niños mexicanos con un "anciano vestido de pieles,
señor de un trineo que se desliza sobre la nieve", de
claro tipo "sajón o ruso" e "inmune al hollín
de las chimeneas"? En México, un país "donde
sólo existe la nieve en las neverías, donde los hombres
visten telas delgadas y caminan a bordo de caballos, automóviles
o ferrocarriles, pero jamás en trineos", era una insensatez
la adopción de Santa Claus.
Además, se decía,
éste había sido una importación del porfiriato
que se sumaba a las intromisiones extranjeras en nuestro país.
La adopción de Quetzalcóatl como benefactor de la infancia
mexicana serviría para "reimplantar en nuestro México
su legendaria tradición de pueblo patriota y civilizado"
y promovería que "la raza [...] [recuperara] su antigua
grandeza y todo lo suyo".
También se proponía
que este personaje podía muy bien representar "al espíritu
de integración nacional", ya que "no estuvo solamente
en la Mesa Central como erróneamente creen algunos, sino que
visitó la casi totalidad de los pueblos que antiguamente ocupaban
lo que hoy es la República Mexicana". Además, para
aquellos que les parecía contradictorio que un dios del panteón
indígena celebrara el nacimiento de Cristo, se les aclaró
que Quetzalcóatl era una "figura dulce y cristiana"
que "indudablemente arribó a estas tierras por naufragio"
y vino "anunciando el cristianismo mejor que la idolatría".
También se barajaron
argumentos estéticos. Si el temor del público se fundaba
en la imagen del héroe, la Secretaría de Educación
-consciente de esta preocupación- anunció que no iba
a representar a Quetzalcóatl como serpiente emplumada. De hecho,
la figura del dios que usarían -"muy apegada a la descripción
de los viejos códices"- resultaba "muy semejante
a Santa Claus" e incluso podría ser "tomado por uno
de los Reyes Magos". En efecto: las caracterizaciones del Quetzalcóatl
decembrino mostraban a un hombre barbado, rubio y ricamente ataviado
con un moderno atuendo, tipo arte decó.
Paralelamente a la campaña
periodística, se echó a andar el resto de la maquinaria
de propaganda estatal en apoyo a la aceptación social de Quetzalcóatl.
El 4 de diciembre la Lotería Nacional anunció su "gran
sorteo extraordinario" de 600 mil pesos en honor a Quetzalcóatl.
El mismo día, el departamento de Dibujo y Artes Manuales de
la Secretaría de Educación giró una circular
a todas las escuelas primarias urbanas y rurales para que se inculcara
a los alumnos la leyenda del hombre-dios, que el escolar dibujaría
"a su voluntad y gusto" hasta alcanzar las "mil estilizaciones
diferentes del gran sacerdote". También hubo casas comerciales
que capitalizaron la aparición del nuevo personaje navideño
para publicitar sus productos, como aquel anuncio que rezaba: "De
los magos, de Santa Claus o de Quetzalcóatl, no puede haber
obsequio como éste: el refrigerador General Electric".
No importó la insistencia
en las virtudes de Quetzalcóatl: fue rechazado. Las atribuciones
heroicas con que se invistió al hombre-dios no interesaron
a la opinión pública que respondió a la propuesta
oficial. El mítico hombre-dios se convirtió en una imposición
más del Estado avasallador, que en 1930 echaba mano de todos
los recursos para afianzar su poder.
El año anterior
había sido muy difícil para el grupo revolucionario:
el asesinato del presidente electo Obregón (en julio de 1928)
desató un reacomodo político que se sumó a la
crítica situación que aún prevalecía entre
el gobierno mexicano y la Iglesia Católica. Además,
fue el año de la rebelión escobarista, la huelga estudiantil
por la autonomía universitaria y de la agitada campaña
presidencial de Vasconcelos.
Durante este periodo de
adversidades políticas, se implementaron una serie de símbolos
y estereotipos nacionales que lograron arraigarse en el imaginario
social como, por ejemplo, la pareja nacionalista del charro y la china
poblana. En este contexto no parecería tan absurda la idea
de adoptar a Quetzalcóatl para las festividades navideñas.
Sin embargo, en este caso, la resistencia módica pero consistente
de quienes se opusieron a la medida marcó los límites
con los que se topó el proyecto ideológico estatal.
Total que, contra burla
e indiferencia, el proyecto oficial siguió adelante y el 23
de diciembre de ese año se celebró el anunciado festival
en el Estadio Nacional, donde Quetzalcóatl entregaría
dulces, regalos y "sweaters rojos" a 15 mil niños
mexicanos. Para la ceremonia se construyó una "imitación
del templo donde Quetzalcóatl recibía el homenaje de
su tribu" y se invitó a delegaciones de la Cruz Roja,
la Asociación de Portección a la Infancia, todo el cuerpo
diplomático, al gabinete gubernamental y al Presidente y su
distinguida esposa.
Ese día Quetzalcóatl
llegó puntualmente a las cuatro de la tarde. Después
de que la concurrencia entonó el Himno Nacional, el dios subió
a su templo y recibió el homenaje de su corte de honor: sacerdotisas,
tehuanas, aztecas, indios de Veracruz y Tlalnepantla. Después
se inició la fiesta. El primer número lo tuvieron los
Reyes Magos. Siguieron los juegos de "cintas" de los alumnos
de la Casa del Estudiante Indígena.
Muy
pronto, relatan las crónicas, "el templo estaba materialmente
lleno de aztecas, indios, chinas poblanas, sacerdotes" que, al
son de los tambores, "bailaban rítmicamente". Quetzalcóatl
cumplió con su encomienda, repartió regalos a miles
de niños y, al ritmo de los acordes del Himno, la ceremonia
se dio por concluida. Los honorables invitados se retiraron y, después
de esa Navidad de 1930, el "Santa Claus Mexicano" nunca
más volvió a ver a niños subir por la escalinata
de su Templo, en busca de los regalos que salían de su ayate
divino.