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El último jueves de noviembre de 1930, apareció en la primera plana de los diarios de mayor circulación nacional una noticia navideña: "Quetzalcóatl será el símbolo de la Navidad en nuestro país". El licenciado Carlos Trejo y Lerdo de Tejada, promotor oficial de la idea y subsecretario de Educación, explicaba a la prensa: "Ayer tuve el honor de comer con el señor Presidente de la República [Pascual Ortiz Rubio] y durante la comida acordamos la conveniencia de substituir las tradiciones extranjeras que nos han impuesto […]: será substituido el símbolo de Noel o Santa Claus por el de Quetzalcóatl, divinidad que sí es mexicana". "Pero -preguntaron los periodistas-, ¿qué se busca con este cambio?" A lo que el funcionario contestó: "engendrar en el corazón del niño amor por nuestra cultura y nuestra raza".

Como era de esperarse, a la mañana siguiente apareció la noticia del día: "Quetzalcóatl arma alboroto". ¿Iba a repartir regalos a los niños una serpiente emplumada? ¿Se usaría un dios pagano para celebrar el nacimiento de Cristo? La indignación se desahogó en la burla. En una caricatura, un par de serpientes ven pasar a otra muy altiva mientras comentan: "¿No te respondió la serpiente ésa?" "No, mi hermano; ora se ha puesto re orgullosa con eso de que en la Navidad le van a dar la chamba del 'Santa Claus mexicano'". Y en el cuento "El cuartelazo de Quetzalcóatl" se describe a un violento dios prehispánico que conspira a la manera de los caudillos revolucionarios, con el subsecretario Lerdo y con otros conjurados (como Rubén M. Campos, el folklorista), para "pasar por las armas" al "extranjero" Santa Claus, quien mientras tanto ordena despreocupadamente juguetes para los niños mexicanos.

La hostilidad a la propuesta se encontró sobre todo entre quienes vieron la imposición del mito indígena como un nuevo atentado a la religión católica, demasiado cercano al doloroso enfrentamiento entre la Iglesia y el gobierno. El Universal, diario de prosapia católica, dio tribuna a los opositores del dios prehispánico. En una carta, una mujer pregunta: "¿Vamos a acostar a Quetzalcóatl en el pesebre de Belén y rezarle en idioma náhuatl?" A continuación advierte del peligro de que el gobierno "consuma el reajuste del intelecto colectivo". Otro indignado sólo ve en Quetzalcóatl a "un indio feo que en sus años de ocio se dedicaba a la succión de sangre que palpitaba en los corazones infantiles", por más que se lo quieran presentar positivamente "los hombres de talento".

Y sentencia: "aunque este acto se ha repetido similarmente en nuestra historia, no debemos por ello de abandonar nuestra fe inquebrantable en la justicia y en la reconstrucción de lo que se haya destruido". De la lectura de las reseñas periodísticas se desprende que la propuesta gubernamental se malinterpretó: hubo quienes creyeron que Quetzalcóatl sustituiría a los Reyes Magos o que ocuparía el lugar del Niño Dios (¡!). Nadie alzó la voz en defensa de Santa Claus, importado hacía unas décadas de los Estados Unidos.

La defensa oficial de Quetzalcóatl fue implacable. Periodistas, políticos e intelectuales esgrimieron razones contundentes a cada reticencia para sustituir al "exótico" viejito. Según sus defensores, el mítico héroe reunía todas las virtudes: era sabio, civilizador, artista, honesto, pacífico, divino y hasta cristiano, pues no se había olvidado la sospecha de que realmente fuera el mismísimo Santo Tomás, quien habría evangelizado a los indígenas americanos antes que la corona española.

Se apeló al sentido común: ¿Cómo podían sentirse identificados los niños mexicanos con un "anciano vestido de pieles, señor de un trineo que se desliza sobre la nieve", de claro tipo "sajón o ruso" e "inmune al hollín de las chimeneas"? En México, un país "donde sólo existe la nieve en las neverías, donde los hombres visten telas delgadas y caminan a bordo de caballos, automóviles o ferrocarriles, pero jamás en trineos", era una insensatez la adopción de Santa Claus.

Además, se decía, éste había sido una importación del porfiriato que se sumaba a las intromisiones extranjeras en nuestro país. La adopción de Quetzalcóatl como benefactor de la infancia mexicana serviría para "reimplantar en nuestro México su legendaria tradición de pueblo patriota y civilizado" y promovería que "la raza [...] [recuperara] su antigua grandeza y todo lo suyo".

También se proponía que este personaje podía muy bien representar "al espíritu de integración nacional", ya que "no estuvo solamente en la Mesa Central como erróneamente creen algunos, sino que visitó la casi totalidad de los pueblos que antiguamente ocupaban lo que hoy es la República Mexicana". Además, para aquellos que les parecía contradictorio que un dios del panteón indígena celebrara el nacimiento de Cristo, se les aclaró que Quetzalcóatl era una "figura dulce y cristiana" que "indudablemente arribó a estas tierras por naufragio" y vino "anunciando el cristianismo mejor que la idolatría".

También se barajaron argumentos estéticos. Si el temor del público se fundaba en la imagen del héroe, la Secretaría de Educación -consciente de esta preocupación- anunció que no iba a representar a Quetzalcóatl como serpiente emplumada. De hecho, la figura del dios que usarían -"muy apegada a la descripción de los viejos códices"- resultaba "muy semejante a Santa Claus" e incluso podría ser "tomado por uno de los Reyes Magos". En efecto: las caracterizaciones del Quetzalcóatl decembrino mostraban a un hombre barbado, rubio y ricamente ataviado con un moderno atuendo, tipo arte decó.

Paralelamente a la campaña periodística, se echó a andar el resto de la maquinaria de propaganda estatal en apoyo a la aceptación social de Quetzalcóatl. El 4 de diciembre la Lotería Nacional anunció su "gran sorteo extraordinario" de 600 mil pesos en honor a Quetzalcóatl. El mismo día, el departamento de Dibujo y Artes Manuales de la Secretaría de Educación giró una circular a todas las escuelas primarias urbanas y rurales para que se inculcara a los alumnos la leyenda del hombre-dios, que el escolar dibujaría "a su voluntad y gusto" hasta alcanzar las "mil estilizaciones diferentes del gran sacerdote". También hubo casas comerciales que capitalizaron la aparición del nuevo personaje navideño para publicitar sus productos, como aquel anuncio que rezaba: "De los magos, de Santa Claus o de Quetzalcóatl, no puede haber obsequio como éste: el refrigerador General Electric".

No importó la insistencia en las virtudes de Quetzalcóatl: fue rechazado. Las atribuciones heroicas con que se invistió al hombre-dios no interesaron a la opinión pública que respondió a la propuesta oficial. El mítico hombre-dios se convirtió en una imposición más del Estado avasallador, que en 1930 echaba mano de todos los recursos para afianzar su poder.

El año anterior había sido muy difícil para el grupo revolucionario: el asesinato del presidente electo Obregón (en julio de 1928) desató un reacomodo político que se sumó a la crítica situación que aún prevalecía entre el gobierno mexicano y la Iglesia Católica. Además, fue el año de la rebelión escobarista, la huelga estudiantil por la autonomía universitaria y de la agitada campaña presidencial de Vasconcelos.

Durante este periodo de adversidades políticas, se implementaron una serie de símbolos y estereotipos nacionales que lograron arraigarse en el imaginario social como, por ejemplo, la pareja nacionalista del charro y la china poblana. En este contexto no parecería tan absurda la idea de adoptar a Quetzalcóatl para las festividades navideñas. Sin embargo, en este caso, la resistencia módica pero consistente de quienes se opusieron a la medida marcó los límites con los que se topó el proyecto ideológico estatal.

Total que, contra burla e indiferencia, el proyecto oficial siguió adelante y el 23 de diciembre de ese año se celebró el anunciado festival en el Estadio Nacional, donde Quetzalcóatl entregaría dulces, regalos y "sweaters rojos" a 15 mil niños mexicanos. Para la ceremonia se construyó una "imitación del templo donde Quetzalcóatl recibía el homenaje de su tribu" y se invitó a delegaciones de la Cruz Roja, la Asociación de Portección a la Infancia, todo el cuerpo diplomático, al gabinete gubernamental y al Presidente y su distinguida esposa.

Ese día Quetzalcóatl llegó puntualmente a las cuatro de la tarde. Después de que la concurrencia entonó el Himno Nacional, el dios subió a su templo y recibió el homenaje de su corte de honor: sacerdotisas, tehuanas, aztecas, indios de Veracruz y Tlalnepantla. Después se inició la fiesta. El primer número lo tuvieron los Reyes Magos. Siguieron los juegos de "cintas" de los alumnos de la Casa del Estudiante Indígena.

Muy pronto, relatan las crónicas, "el templo estaba materialmente lleno de aztecas, indios, chinas poblanas, sacerdotes" que, al son de los tambores, "bailaban rítmicamente". Quetzalcóatl cumplió con su encomienda, repartió regalos a miles de niños y, al ritmo de los acordes del Himno, la ceremonia se dio por concluida. Los honorables invitados se retiraron y, después de esa Navidad de 1930, el "Santa Claus Mexicano" nunca más volvió a ver a niños subir por la escalinata de su Templo, en busca de los regalos que salían de su ayate divino.


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