De acuerdo. Demos por buena la posibilidad de que, por algún azar fatal, dentro de todas las opciones programáticas, sólo haya series impregnadas de un contenido violento (sin importar si se trata de simples caricaturas o de programas con actores reales). La pregunta, entonces, es la siguiente: ¿Dónde está el contrato que nos obliga a mantener encendido el aparato receptor y además con su respectivo niño frente a la pantalla?

No hay tal. Eventualmente el menor podrá ingeniárselas para violar la prohibición, pero eso no nos libera de la responsabilidad de estar al tanto de lo que los niños ven cotidianamente. La televisión no tiene autonomía para encenderse y aunque lo que se ofrezca en ella sea sólo basura, la decisión para permitir su uso con programas inapropiados es nuestra nada más.

Las explicaciones pueden ser tantas, como personas hay. El trabajo, la necesidad de contar con tiempo personal, un compromiso que nos impide permanecer con el niño en todo momento. Cierto, justificaciones que pueden ser muy válidas y, sin embargo, la responsabilidad sigue siendo nuestra.

Cuando dejamos a los hijos a cargo de alguna otra persona —como puede ser una tía, la mamá o el primo— ese adulto toma a su cargo la responsabilidad. De hecho, hasta podemos mantener algún desacuerdo cuando las cosas no funcionan como nosotros esperamos y podemos decidir ya nunca más repetir la experiencia. De cualquier manera, con buenos o malos resultados, el criterio que empleamos fue el del conocimiento que tenemos de la persona.

Abismal diferencia cuando optamos por dejar que la televisión haga las funciones de niñera. Si dejamos a las criaturas frente a la pantalla y sin supervisión, los niños son los que deciden tomando como base la propuesta de los programadores, que en última instancia, nos son unos completos desconocidos.