Imagine lo que sucederá si su jefe es tan intolerante como para
no justificar la falta de asistencia a causa de un catarro “poco importante”,
o si su sentido del deber le obliga a presentarse a pesar del malestar.
En la oficina, el taller o la escuela, usted se convertirá no
sólo en la fábrica de muchos más agentes patógenos,
sino que actuará como su más eficiente y dedicado agente
publicitario, al permitirle esparcirse por todo el aire que se comparte
con los compañeros de trabajo.
Fielmente, hará un generoso y democrático reparto de los
virus que han tenido a bien ocupar su cuerpo y servirse de él
para la multiplicación. Igual de eficaz que el promotor de algún
producto comercial que ofrece a todo público, una muestra gratuita
de su producto.
Podría ser que, como producto de la fatiga y la tensión
laboral, usted finalmente decida no asistir al día siguiente.
También podría darse el caso de que, poco a poco sintiera
la mejoría y terminara por sanar sin mayor alteración al
cabo de una semana. No obstante, cualquiera que fuera el caso, usted
ya habría cumplido su papel epidemiológico como vector
de la enfermedad.
Después de aquel episodio de estornudos y flujo nasal, con toda
certeza habrá contagiado a varios de sus compañeros: si
al igual que usted se empeñan a cumplir con su asistencia contra
viento y marea, lograrán infectar a otra proporción de
los que habían logrado permanecer sanos a pesar de su microbiana
contribución.
Así las cosas, si usted logró contagiar a 5 ó 6
personas, cada una de ellas hará lo mismo en un plazo menor a
la semana, pero además de hacerlo en el mismo espacio de trabajo,
lo mismo se repetirá con sus familias, con lo que la enfermedad
puede alcanzar casi cualquier sitio donde se reúnan dos o más
personas: escuelas, cines, templos de culto religioso, salones de fiesta,
espacios para reuniones sociales. Ahora lo que tenemos, es una epidemia.