Los ruidos de la calle iban desapareciendo como todas las noches. El edificio entraba en esa tranquilidad que anuncia la hora de dormir y el relajado descanso después de un día vertiginoso. Pasadas las nueve, todos aquellos sonidos que forman parte de la vida cotidiana amortiguaban su intensidad uno a uno: los ladridos del perro del vecino, la licuadora, los televisores y los aparatos de radio.

De repente, el ulular de una sirena. Muy cerca. Tanto, que hasta la piel se enchina por el nerviosismo de saber que algo ha pasado. Extraño, no se escuchó antes el típico rechinido de llantas, seguido del golpe de dos vehículos que se han dado un encontronazo. Otra ambulancia más o quizá una patrulla. Aumenta el alboroto y ya se adivina que lo que ha ocurrido, pasó sin duda a las puertas de la vivienda.

Surge la duda: ¿salir o no salir de la casa para ver de qué se trata? Instantes más tarde las sirenas se han multiplicado. Imposible saber de cuántas se trata porque con el bullicio que hacen, no se distinguen sonidos aislados.

¡Fue algo grave! ¡Seguro hay heridos y muertos!

Vaya suerte, accidente o crimen frente a casa. ¿Suerte? Bueno, se trata de una experiencia que no se había vivido y que, con certeza, pasará algún tiempo antes de repetirse. No hay más opción que salir, es obligatorio. ¡Qué nervios! ¡Qué emoción! Ah, pero sobre todo, ¡qué curiosidad!

Vuelan pijamas y camisones. Todo es buscar pantalones, vestidos, camisetas y blusas, lo primero que se tenga a la mano. Resulta imperativo estar en la calle antes de que la tardanza ya no deje ver los detalles.

Dos minutos después, la familia completa está en la planta baja. Por entre las rendijas de la puerta se ven los destellos rojos y azules que acompañan el escándalo de las sirenas. Ganan la salida y hay un mar de vehículos para atender emergencias.

La calle, por lo general tranquila, ahora es un hormiguero. Parecería que todos los vecinos fueron convocados: la unidad habitacional entera se ha volcado. Doscientas o trescientas personas se agolpan frente al edificio de al lado.

En las escaleras está la familia afectada. No se distingue qué pueda haberles pasado. La señora llora y sus hijos están junto a ella. El susto retratado en esos rostros provoca el morbo de la gente, e incita a que los vecinos se muevan hacia adelante para cerrar el cerco. Nadie quiere perderse el espectáculo.

Una hija algo mayor, con pinta de adolescente, tata de secar sus lágrimas mientras grita a la multitud: “¡Largo! ¡Fuera metiches! ¡Qué les importa!”.

Nadie le hace caso. Vaya, ni siquiera se enojan con ella. “Está nerviosa o histérica”, dice alguien con indiferencia hacia ella, pero no perdiendo detalle de la singular exhibición.

 

Los policías intentan dispersar a la masa sin mucho éxito. Son tantos los espectadores y tan pocos los agentes del orden, que apenas han logrado que algunos vecinos den dos pasos atrás cuando los de más allá se han colado un par de metros.

La gente protesta. ¡Qué falta de consideración! ¿Por qué empujan si todos queremos ver? No falta el cretino que invoca su derecho para ver, porque la calle es libre y, según él, paga sus impuestos.

Al fin llega la ambulancia y un carro de bomberos. Todo mejora con los recién llegados. Hay más emoción.

¿Qué pasa? ¿Por qué no se acercan?

Vaya fastidio, es culpa de los autos estacionados fuera de sitio. Conductores que al mirar el tumulto, por morbosos se han detenido. ¡Entrometidos! ¡Inconscientes! Seguro que ni siquiera pertenecen al barrio. ¿Acaso no se dan cuenta de que echan a perder nuestro accidente?

Han pasado diez minutos y por fin se logró retirar a los estorbosos vehículos. Es fantástico, los paramédicos abren la portezuela trasera y sacan su equipo. Camilla, maletines y varios bultos. Es mejor que una película; se eriza el cabello.

Otra interrupción. Ahora resulta que los auxiliares médicos no pueden pasar ni subir la escalera. Piden a gritos que la gente se haga a un lado.

¡Bah! Pues que se quiten otros, porque si uno lo hace, quedará sin un buen lugar para observar. Más minutos perdidos y la gente cuestiona en su fuero interno: “Bueno, ¿no piensan moverse? ¡Qué falta de civismo y de espíritu de cooperación!”

Al fin pasaron luego de varios golpes y hasta la caída de uno de los socorristas, cuyo pie se atoró en el mar de entrometidas piernas. Hay crítica. La gente está molesta porque se ha hecho tarde y el actuar de los camilleros es muy lento. “Parecen aficionados, han tardado una eternidad para hacerse de un espacio para poderse colar”. ¿Cómo pretenden salvar a alguien si no actúan como en las series de la televisión?