Hasta hace muy poco tiempo, se daba por bueno que la acidez propia
del estómago —provocada por el ácido clorhídrico
que forma parte importante del jugo gástrico— constituía
un medio muy poco propicio para el crecimiento bacteriano. Recuérdese
que una forma de hacer conservas caseras, se basa en la adición
de vinagre a los encurtidos, ya que este tiene otro tipo de ácido,
el acético; o bien, los refrescos embotellados que por su pH
1 ácido,
pueden almacenarse por largos periodos sin necesidad de refrigeración.
Con ese supuesto de la imposibilidad de supervivencia bacteriana en
un pH tan bajo como el del estómago 2,
durante muchísimos años se pensó que la gastritis
y úlcera estaba asociada con el exceso en la producción
estomacal de ácido, o bien, con la desaparición paulatina
de la mucosidad que se encarga de cubrir y proteger la pared interna
del estómago para evitar el daño que podría provocar
su contenido.
Así pues, los tratamientos convencionales sólo incluían
el consumo de tabletas o suspensiones antiácidas (a base de sustancias
alcalinas) que neutralizaran el medio, o bien, mediante la administración
de medicamentos que inhibían la producción de ácido
clorhídrico.
El resultado era que, tras una mejoría transitoria, los pacientes
recaían con cierta frecuencia y volvían a presentar la
sintomatología característica. Por ello es que también
se pensó en el papel que podrían estar jugando algunos
factores predisponentes asociados como lo eran el estrés, el consumo
de bebidas alcohólicas, café o dietas ricas en almidones,
al considerar que contribuyen a disminuir el espesor de la cubierta mucosa.