Así, pues, la familia recibe la caja que contiene el carámbano
aviar con varios días de anticipación. Tremendo conflicto,
ya que no cualquiera tiene un congelador de tamaño suficiente
como para acomodar eso que, en el momento, adquiere las dimensiones de
un pterodáctilo de la prehistoria. En algún año
los Fernández lo han encargado a los abuelos, quienes poseen un
refrigerador enorme. Otras ocasiones lo han colocado en su propio aparato
enfriador, haciéndolo funcionar a la máxima potencia para
retardar el proceso de descongelación. Y también ha habido
años en los que simplemente se han jugado la vida —faltando menos
días para la fiesta— al esperar que el derretido del hielo sea
lo suficientemente lento como para que inicie la descomposición
antes del gran día.
Los
programas de la televisión, las tarjetas de felicitación
y los anuncios promocionales presentan siempre un pavo horneado con
la punta de sus patas adornadas con moños. Así, pues, la
supuesta tradición indica que el guajolote modernizado con una
doble pechuga1, tendrá que
ser guisado de la misma manera, con resultados anualmente parecidos.
Carne dura, seca y, a veces, hasta desabrida.
En la familia se ha intentado todo para resolver el pequeño detalle,
pero dando prioridad a la presentación un tanto ortodoxa de la
tradición. Inyecciones de vino en los músculos, marinado
en salmuera, piquetes por todos lados y barniz de mantequilla.
Y sí, a veces mejora mucho el sabor, pero la carne se mantiene
obstinadamente seca.
Vaya desperdicio: con lo bien que el cócono se lleva con el mole,
un pepián o algún otro adobo. Esa sí, auténtica
tradición probada por los años, pero que no recibe los
beneficios de la publicidad.