Darse cuenta

Mientras existen problemas sociales que identificamos a simple vista como las desigualdades económicas, hay otros como la violencia y discriminación de género que, por su continuidad y permanencia, nos resulta difícil reconocer.

Al pensar en el término “violencia de género” es muy probable que vengan a nuestra mente imágenes de mujeres con el rostro o el cuerpo lastimado, pero existen diferentes formas, más sutiles pero igualmente agresivas de dañar al otro género, al que se considera inferior; en este caso el femenino.

Culturalmente, nos hemos acostumbrado a que hombres y mujeres desempeñemos determinados roles a partir de los cuales nos relacionamos. Así consideramos que cierto tipo de agresiones son, por llamarlas de algún modo, “naturales” porque son aceptadas socialmente, como parte del ser hombre y el ser mujer.

Creemos que los modelos femenino y masculino han sido siempre del mismo modo y que lo lógico es reproducirlos. Esto es erróneo, no es lo mismo ser mujer en Oriente que en Occidente, en la ciudad que en provincia, en el siglo II que en el XVII o el XXI. En cada lugar y en cada momento, las relaciones entre géneros se han configurado de forma distinta. En países como México, por ejemplo, las mujeres ocupan cada vez más espacios en diferentes ámbitos de la vida; es decir, más allá del hogar y el cuidado de la familia.

Pero falta mucho por hacer; si reflexionamos en torno a las relaciones de género descubriremos que nuestras sociedades reconocen más valor, fuerza, vitalidad y contundencia a los hombres que a las mujeres; sobre todo en lo que se relaciona con espacios de poder. De hecho, muchas mujeres aceptan y reproducen esta idea con niñas y niños por igual. Aceptar esta idea es creer que la naturaleza nos otorgó capacidades específicas a unos y otros para desempeñar sólo determinados papeles. En el caso de la mujer: ser madre y cuidar un hogar, en el del hombre ser líder y proveedor, entre otros.

La situación comenzó a cambiar hace muy poco, en el siglo XX, cuando a partir de la Primera y la Segunda Guerra Mundial, las mujeres —en ausencia de los hombres— tuvieron que incorporarse activamente a la vida productiva. Fue entonces cuando comenzaron a surgir los primeros grupos feministas en forma; mujeres que reconocieron sus capacidades y comenzaron a luchar para eliminar la violencia y la discriminación con el propósito de establecer relaciones equitativas de género, basadas en el respeto, el reconocimiento y la libertad del otro.

A partir de entonces, los usos y costumbres se han ido transformando poco a poco; es lógico porque los cambios sociales y culturales son parte de un proceso, en el que cada individuo puede incidir con conciencia, responsabilidad y acción personal. En este sentido, el primer paso es mirar con atención el entorno para identificar el amplio espectro de formas en que se ejerce la violencia o discriminación contra la mujer.