Texto: Ramón Cordero G.
Diseño gráfico: Nora Espino

 

Godofredo y Olegaria estaban a punto de convertirse en padres. Unas semanas más de espera y tendrían en sus brazos al flamante bebé. Tenían todo planeado, por lo que según ellos, el proceso de adaptación sería bastante fácil. Godofredo solicitó unos días de permiso en su trabajo para cuando llegara el momento del parto y Olegaria contaba con la correspondiente licencia por maternidad. Si todo salía conforme a lo esperado, un mes y medio después, el retoño iría a la guardería para que su madre regresara a trabajar normalmente.

 

Los planes se tambalean

Sí, el bebé llegó con exactitud a la cita y, a decir de los familiares, era un ser angelical. Apenas lloraba de vez en cuando al estar mojado, o bien cuando el hambre le obligaba a clamar por su leche. Todo era felicidad hasta que el calendario obligó a iniciar la cuenta regresiva, donde el fin de la licencia comenzó a ser visto como la fecha fatal. Ahora que lo tenían ahí —no como una idea sino como un envoltorio que se movía, hacía ruido y despedía el típico olor de los recién nacidos—, Godofredo y Olegaria dudaron de lo que antes habían decidido sobre su cuidado.

 

           El dilema era: ¿lo mandamos a la guardería o aceptamos el ofrecimiento de la abuela para estar con él mientras trabajamos?

            Disyuntiva que, por otro lado, suele ser frecuente entre aquellos padres que tienen la opción de elegir. En este caso, el conflicto quedó zanjado con suma rapidez, y el argumento que más peso tuvo fue la convicción de que el niño tendría más amor con su abuela. En ninguna guardería, por buena que fuera, tendría afecto de mejor calidad. Aunque, dicho sea de paso, cariño y aptitud para el cuidado son dos categorías independientes.

 

¿Qué estamos haciendo mal?

Las primeras semanas transcurrieron bastante bien hasta que los berrinches comenzaron a ser más frecuentes, pero también de creciente intensidad. Una especie de lucha entre el infante y los adultos, donde se iba a dirimir quién tenía el control de la situación. Con muchos resultados posibles, en este caso el bebé ganó.

            Al tener más tiempo libre durante los fines de semana, Godofredo y Olegaria no tenían reparo alguno en complacer al pequeño. ¿Quería que lo cargaran? Parecía muy justo después de tantas horas de ausencia durante la semana. ¿Se le antojaba un paseo? Cómo no atender a su deseo cuando se sabe que el bebé crecerá pronto. ¿Arrullo para dormir? Por supuesto que sí.

            ¿Despertar por la madrugada y tener entretenimiento? De acuerdo, es cansado pero la criatura es lista y necesita estímulo. De una forma u otra, el pequeño se percató de que el llanto es un buen motivador, y, cuando había resistencia adulta, bastaba con un poco más de volumen y una buena pataleta. Los éxitos reiterados le hicieron comprobar que la fórmula resultaba efectiva.

            A la abuela le dio un poco más de trabajo. A fin de cuentas ella había criado a sus propios bebés y algo sabía del asunto. ¿Berrinches a mí? ¡Claro que no! Los días más difíciles eran los lunes. Después del fin de semana, domar a la señora le exigía más esfuerzo pulmonar. Sin embargo, con algo de constancia, la dama terminó por entrar al redil, y así consiguió paseo, brazos, arrullo para dormir, atención constante y casi cualquier cosa que pudo apetecerle. A la larga la convirtió en la más poderosa de las aliadas.

 

Otra vuelta de tuerca

Un nuevo elemento se puso en juego y no precisamente a favor de la abuela. Esta imposibilidad para aplacar el llanto creciente y renovado del crío, sin ceder a su capricho, permitió germinar las dudas. ¿Y si los muchachos piensan que no sé cuidarlo? ¿Será que estoy haciendo esto de mala gana? ¿Sentirá el bebé que no lo quiero? ¿Cómo les digo que no puedo con este paquete si ya cuentan conmigo? ¿Qué tal si no tengo la práctica que yo creía? A lo mejor ya me falta paciencia.

Responsabilizarse de los problemas de la crianza no es cosa menor, pero cuando se añade otro grado de dificultad —como lidiar con las inseguridades y culpas personales—, implica un reto titánico. Así, pues, la abuela dejó de resistirse y optó por la dócil complacencia. El niño estaba envalentonado.

Godofredo y Olegaria se sentían rebasados. Los berrinches ya eran de dimensiones monumentales y comenzaron a sentir cierto temor a los arrebatos del pequeño dictador, que, por otro lado, a pesar de conseguir lo deseado, tampoco estaba realmente bien y contento. Sin mucha conciencia entraron en la dinámica de buscar pretextos para encargar más tiempo al hijo con la abuela. Un círculo vicioso que se cierra en la saturación, cansancio, rendición y más llanto.