Texto: Ramón Cordero
Diseño gráfico e ilustraciones Sergio Ricaño

Para la señora Juana resultaba incomprensible por qué el departamento que le ofrecían en venta tenía un precio tan razonable, casi de ganga. Era inevitable sentir cierta desconfianza, y más con la insistencia de las personas que lo brindaban incluso accediendo a conceder algunas facilidades.

            Desconcertante. La construcción estaba en buen estado, a pesar de no tratarse de un edificio nuevo. Los acabados permanecían impecables y era evidente el cuidadoso mantenimiento del lugar. Los vecinos, hasta donde alcanzaba a notar, daban muestras de tener una buena y respetuosa convivencia. El lugar era pequeño, pero con adecuada distribución del espacio ¿Qué era entonces lo que devaluaba la vivienda?

            Sí, estaba en un cuarto piso: el último nivel. Había que usar escaleras, pero éstas, por el adecuado diseño, no resultaban fatigantes en exceso. Además eso daba la garantía de no tener vecinos ruidosos en un hipotético departamento superior.

            Pero claro: económico y todo, el precio tampoco era una bicoca y, por tanto, tener respuestas y explicaciones razonables constituía un imperativo para tomar la decisión de compra y la firma del respectivo contrato. ¿Cuál era la urgencia por dejar aquel lugar?

            Los vendedores no quisieron andar con ambages y expusieron con toda claridad que se trataba de un problema de confort. El techo del departamento correspondía a la azotea del edificio y, en verano, el calentamiento producido por los rayos solares provocaba temperaturas elevadas en el interior de las habitaciones. Eso era todo y no existía misterio alguno. Juana López y familia decidieron cerrar el trato con la salvedad de que el contrato de compra-venta sería nulo en caso de surgir con el tiempo alguna causa de inconformidad distinta a la de las temperaturas veraniegas.

Un horno con apariencia de vivienda

Qué distinto resultó lo imaginado a finales del invierno —justo la temporada en que los López realizaron su primera inspección— con lo realmente vivido al avanzar el año.

            El departamento aquel, del que no existía ninguna otra queja, comenzaba a transformarse en cuanto el sol iba subiendo por el horizonte. A las 10 de la mañana ya no hacía falta suéter, chamarra o cualquier otro elemento abrigador. La loza del techo ganaba temperatura paulatinamente. A eso del medio día ninguna ventana podía permanecer cerrada, incluso con el riesgo de que los ocupantes iniciaran un proceso de deshidratación. Luego de las 4 y exagerando un poco, casi podría hornearse un pan con sólo dejar la masa sobre la mesa.

            Lo peor eran las horas nocturnas, ya que para cemento, tabiques y tabicones, el enfriamiento era por demás lento y las temperaturas agradables se alcanzaban en la madrugada avanzada. Era prácticamente obligatorio el uso de ventiladores si los ocupantes pretendían dormir y no pasar la noche dando vueltas en la cama por la incomodidad del calor.

            Entendieron lo dicho por los vendedores meses antes, pero hasta ahora comprendieron por completo aquella necesidad por buscar un ambiente doméstico más favorable.

Los muchos trucos para adaptarse

Financiada la compra mediante un crédito hipotecario, la señora Juana no podía darse el lujo de vender ni de perder dinero. Su adeudo ataba a la familia por un tiempo cercano a los 10 años.

            Con ingenio fue organizando las actividades que implicaban salir del departamento, justo a las horas de mayor ferocidad solar. Si había que acudir al médico, la cita era solicitada hacia la media tarde. La despensa se completaba acudiendo a la tienda en horarios similares. Visitas a familiares y amigos seguían la misma norma. El bochorno, a pesar de todo, era más tolerable en la calle que en la casa.

            Los días restantes, cuando sólo había tarea de los niños por delante, hallaron refugio en un parque cercano, con bancas y mesas diseñadas para partidas de ajedrez, pero que bien se adaptaban a la dispersión de libros y cuadernos.

            Una solución parcial frustrada en ocasiones por las lluvias veraniegas pero sin mayor consecuencia, ya que las mismas gotas que ahuyentaban a los López del jardín, eran las que contribuían a disminuir la temperatura de la vivienda.

            La necesidad aguza el ingenio y, como consecuencia de esa experiencia de las lluvias y su capacidad refrescante, la señora Juana hizo costumbre cotidiana el subir a la azotea y rociar generosamente la loza. Cuatro o cinco cubetas de agua, en intervalos de un par de horas, mitigaban algo los estragos caniculares, pero dejaban como resaca la sensación de hacer un desperdicio innecesario del líquido.

            Con esa preocupación es que se le ocurrió colectar en varios recipientes el producto de los aguaceros y aprovechar también el agua ya no tan limpia de la lavadora y aquella con que había fregado los pisos.

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