Texto: Ramón Cordero
Diseño gráfico: Sergio Ricaño

Cuando se han dedicado muchas horas del día o de la vida, al cuidado y atención de un hijo o hija que es la versión personificada de un torbellino, leer lo que el título afirma puede parecer una ironía. Por supuesto: suena a la afirmación de quien ha estado exento de verificar que la criatura no provoque un corto circuito al hurgar en el tomacorriente de la pared, juegue con el gato sin morder su cola, le disuada para investigar cómo son las tripas del equipo de sonido, evitar que intente descubrir si puede volar o hacerle notar lo riesgoso de corretear con los ojos cerrados entre el mobiliario.

            Es agotador, de ello no hay duda. Fastidioso incluso con el paso de los días, semanas, meses y años. A la par, también resulta de lo más gratificante al percatarnos de cómo esos juegos y ejercicios temerarios, dan como resultado más seguridad, habilidad, destreza y muestras de inteligencia. Aprendizaje y desarrollo al fin.

            Es probable que ya varios adultos de su familia hayan hecho el elogio de las conductas reposadas y los temperamentos tranquilos. Por ello ahora, sin hacer de lado los necesarios límites, nos hacemos cargo de reivindicar los soliviantados comportamientos de chiquillos inquietos.

¿Criaturas hiperactivas?

Es sorprendente la facilidad con la que cualquiera se siente versado y diagnostica —con elementos o sin ellos— que un infante "padece hiperactividad o hiperquinesia". Especialistas o simples aficionados que se documentan en revistas de actualidad accesibles en los expendios de publicaciones y que, ante la dificultad para enfrentar problemas de comportamiento o aprendizaje infantil, estampan en los críos el sello simbólico que les hace candidatos a una terapia.

            De acuerdo: puede haber casos de esos pero, desde luego, no son todos los que están ni están todos los que son. Baste comentar que los estudios más recientes no logran demostrar —en la inmensa mayoría de los menores— la presencia de lesiones cerebrales ni perturbación mental alguna. Incluso, cuando son prescritos fármacos, aunque quedan atemperados los animosos impulsos, difícilmente mejora el aprendizaje o la concentración.

            Tal vez por lo anterior es que los psicólogos infantiles prefieren recomendar algo más conservador: actividades y programas personalizados en los que participan activamente los padres. A fin de cuentas, atención a la necesidad individual de niños a los que les sobra energía, curiosidad e interés, aunque no sea por lo que convencionalmente se espera.

            Cabe preguntarse qué hay detrás de este intento por encontrar una explicación, aunque en muchas ocasiones tenga más de mítica que de real. ¿La incapacidad de una institución escolar que, en sus distintos niveles, no está dispuesta o preparada para hacer un esfuerzo adicional que logre involucrar al niño en la dinámica de los demás?

            ¿La necesidad de completar el inventario de pacientes comprometidos a pagar con rigurosa puntualidad las sesiones de terapia?

            ¿Comodato entre profesores y terapeutas con códigos éticos demasiado laxos?

            ¿La complicación de afrontar un reto que como padres sentimos nos rebasa?

            Las hipótesis abundan pero ése no es el punto medular. Lo que interesa, al menos por ahora, es hacer el elogio de la inquietud normal de la gente de poca edad que, aunque por momentos sea agotadora, no sufre ninguna patología.