La actividad como imperativo para el desarrollo

Quizá como padre o madre lo ignore, pero el cerebro de los bebés al nacer dista mucho de lo que llegará a ser en unos cuantos años. Es apenas el equipo mínimo para coordinar y dirigir las funciones fisiológicas básicas que garantizan la vida en el plano biológico. El órgano que se encarga de orquestar procesos respiratorios, digestivos y otros por el estilo.

            No obstante, se trata también de una entidad con enorme capacidad para percibir los estímulos del medio, procesarlos y con ellos, transformarse.
Evolución que implica desarrollo ya que la maduración es producto del aprendizaje y donde cada experiencia obliga a que unas neuronas se pongan en contacto con otras, a fin de que pueda establecerse el vastísimo entramado de conexiones que permite el pleno desarrollo.

            Tal cual: órgano que al nacimiento está completo, pero inmaduro. Listo para ser moldeado con una condición: el uso. Por ello el imperativo de la naturaleza hacia los pequeños es la actividad. La criatura no lo sabe, pero en tocar, intentar, probar y hacer, le va el futuro intelectual: un cerebro funcional que en nuestra especie es también el resultado de millones de años de evolución.

            Podrá entonces imaginar que la criatura inquieta, esa que continuamente demanda nuestra atención, lo que en realidad está haciendo es allegarse nuevas oportunidades para conocer el mundo que le rodea e interactuar con él, una suerte de gimnasia cerebral. A pesar de lo agobiante que por momentos resulta para el adulto, trabaja para convertirse en uno de nosotros, un individuo con capacidad para razonar, resolver problemas, imaginar y actuar sobre su entorno. Está en el proceso de construir su independencia.

El interés de uno y de otros

Quizá el problema estribe en que lo que a ese menor interesa, suele no coincidir con el interés de corto plazo de maestros, padres y el resto de los adultos. Desde luego que al fin del cuento, lo esperado es un desarrollo armónico y completo de nuestros niños, aunque en lo inmediato deseamos algo de tranquilidad, silencio, orden, quietud y hasta actitudes contemplativas propias del asceta.

            Por ello hay quienes sin reparo permiten que la televisión, la computadora o el videojuego, cumplan la función de niñera. Una buena forma de convocar la paz, pero con la consiguiente renuncia a favorecer las nuevas experiencias, la acción directa sobre objetos y situaciones.

            Sin dejar de reconocer que las pantallas también nutren intelectualmente, lo real es que el tiempo del que los infantes disponen es limitado. Cada hora de entretenimiento sedentario implica la renuncia al juego, la manipulación de objetos y la actividad física que vinculará al cuerpo con su sistema nervioso.

¿Qué hacemos entonces?

Desde luego que aprovechar el impulso vital de esos pequeños a los que su naturaleza exige desplegar capacidades potenciales. Por supuesto que existen prescripciones psicológicas y educativas que nos indican qué puede ser aprendido y cuándo es el mejor momento. De ello se encarga la escuela en lo general.

            En lo doméstico podemos hacer mucho más y lo primero es brindar un ambiente propicio para las nuevas experiencias. Libros, juguetes, conversación, música, la bicicleta, los patines, el parque, los juegos de calle, la convivencia con otros.

            ¿Dirigir la experiencia? Ni siquiera hace falta, que no es tarea escolar. El menor mismo se hará cargo de mostrarnos qué anda por su cabeza y cuáles cosas son las que en ese momento atrapan su atención. Haga un poco de lado las publicaciones que indican qué hacer en cada momento y cómo domesticar el aprendizaje. El interés infantil, por fortuna, tiene mucho de salvaje e indómito. Niños que aprenderán con dirección, sin ella y aun a pesar de que tratemos de imponerla. Aquí sí tiene cabida el sentido común: ¿es presa de la fascinación y obtiene placer de lo que le ocupa? Ahí hay una evidencia digna de tomarse en cuenta. Eso es lo que puede y quiere aprender, respaldemos que lo haga.

            No hay niños y niñas latosos: lo que tenemos son seres humanos en formación que al cumplir los cuatro años tendrán un cerebro de tamaño casi igual al de cualquier adulto. Un crecimiento que no se da con base en la multiplicación neuronal, sino en la proliferación del entramado de conexiones resultantes del uso el órgano en cuestión. Maduración que concluirá aproximadamente cuando ésos que fueron nuestros bebés lleguen a la mayoría de edad.