El daño existente en la red hidráulica resultó mayor de lo que los ingenieros estimaron inicialmente. Realizaron la reparación original, pero era indispensable sustituir otros conductos. Por fortuna, con ese arreglo provisional volvería agua por algunas horas, y así la gente del rumbo tendría oportunidad de guardar un excedente del líquido en cubetas, además de la que lograra juntarse en la cisterna y los tinacos. En esa ocasión, los arreglos demandaban entre dos y cinco días de trabajo; pero, por suerte, con reanudaciones parciales en horarios variables.

   Hubo una nueva reunión de las personas involucradas y evaluaron la situación.  En los depósitos se acumuló lo suficiente para dotar con 100 litros cada hogar. Casi todos pensaron que se trataba de una cantidad importante, pero estaban equivocados: en realidad no tenían ni la menor idea de cuánta usaban (o hasta desperdiciaban) diariamente. Si tomamos en cuenta que cada vivienda tenía más o menos cuatro habitantes, entonces los litros disponibles por persona eran bastante menos, tan sólo veinticinco.

   Para percatarse de lo limitado que es esto, basta con considerar que en cada ocasión que accionamos la manija del servicio sanitario fluyen 6 litros, siempre y cuando se trate de un equipo ahorrador (los viejitos utilizan el triple y hasta más).

   Los acuerdos fueron los mismos de la primera ocasión, pero ahora se añadía uno nuevo:

  • Cumplir con lo que habían determinado y no actuar como el día anterior, ya que se ignoraba cuándo tendrían un suministro constante

Al parecer ahora sí habría solidaridad entre los habitantes de la unidad y todos manifestaron su compromiso para lograr el cuidado que no habían tenido. Harían lo necesario para que todos contaran con agua, aunque fuera en volumen limitado.

   Lo curioso es que, en la jornada siguiente, varios de los ocupantes de las viviendas madrugaron de manera anormal. La razón era más que evidente: aprovechar las reservas depositadas en los tinacos para bañarse, lavar ropa y dejar limpios los trastos de la cocina, aun a sabiendas de que dañarían a los demás.

   Esos tres o cuatro tempraneros alertaron al resto de los vecinos cuando se escuchó el correr del líquido por la cañería de los edificios y con el ruido que hacían los chorros usados en los lavaderos de la azotea. Cundió el miedo y, quienes habían decidido suspender el uso innecesario del agua, comenzaron a comportarse de la misma manera poniendo el interés personal por encima del colectivo.