Han pasado veinte minutos de la hora en que se convocó la reunión
de trabajo y todavía no estamos completos.
La espera inútil comienza a ponerme de mal humor, pésimo
inicio al menos en mi ánimo. No importa qué se discuta,
la dinámica del caos es siempre la misma.
Sé
que al iniciar rápidamente comenzaré mi “viaje astral”
al más puro estilo de Kalimán y me encontraré pensando
en la inmortalidad del cangrejo o la trascendencia de que los gatos
tengan cuatro patas en lugar de tres.
¿Quién demonios me va a pagar las horas de más
que voy a desperdiciar aquí?
¿Quién se va a hacer cargo de mi gastritis que se agudiza
cuando tengo que posponer mis alimentos?
¿Quién se ocupa de mis pendientes y los retrasos que esta
pérdida de tiempo me implica?
El maestro
José se apropiará de la palabra y comenzará con
las lamentaciones y las quejas. No tendrá una sola propuesta
positiva, pero al menos tendremos que escucharlo durante media hora.
A la maestra
Margarita habrá que explicarle lo que se discutió la última
vez, la penúltima y la antepenúltima. ¿Por qué
no tomará notas? ¿Por qué no estará atenta
aunque sea una vez? ¿Por qué nos hará perder el
tiempo revisando lo que ya a todos nos debiera quedar claro desde hace
tiempo?
Puedo ver
a la maestra Anita platicando con quien tenga a lado e interrumpiendo
a cada momento. Cómo hará para que se le ocurran cosas
que nada tienen que ver con lo que se supone estamos trabajando.
¿Cómo
es que el maestro Toño no asume su papel de coordinador de la
reunión? ¿Por qué no los ubica? ¿Por qué
se dispersa igual que los demás? ¿Por qué taurinamente
se va con cada “engaño” de capote?
Y el maestro
Martínez con sus regaños que nada tienen que ver aquí.
Sus reclamos hacia la forma en que mantenemos la disciplina. Sus enojos
porque no participamos más en la escuela. Como si no supiéramos
que él es el que siempre tiene más desorden en sus grupos
y es el primero en irse cuando se trata de colaborar en algo.
¿Trabajo
fecundo o tortura impía?
La
naturaleza de nuestro oficio como docentes hace cada vez más
común y necesario el trabajo colectivo. De manera creciente,
juntas, reuniones y asambleas van incorporándose a nuestras cargas
de trabajo.
Lograr
acuerdos, socializar experiencias, compartir puntos de vista, unificar
criterios y convenir formas de hacer las cosas, nos enriquecen como
profesionales de la educación y nos permiten aportar también
al colectivo de maestros y maestras. Buena forma sin duda de incidir
en lo educativo.
Desafortunadamente,
raros son los casos en que hemos logrado desarrollar buenas formas de
participación. Con demasiada frecuencia no quedan claros los
objetivos, hay dispersión, se carece de sistematización
y por ello se trabaja de manera poco eficiente y con un exceso de desgaste
para los participantes.
La “fatiga
que deja el arduo trabajo” poco tiene que ver con los resultados.
A lo mejor se tiene la sensación de haber dejado en cada reunión,
alma, vida y corazón, pero si los logros no son evidentes y tangibles...
de poco a servido.
El desgaste improductivo no motiva, desalienta y satura.