Ramón Cordero G.


Han pasado veinte minutos de la hora en que se convocó la reunión de trabajo y todavía no estamos completos.
La espera inútil comienza a ponerme de mal humor, pésimo inicio al menos en mi ánimo. No importa qué se discuta, la dinámica del caos es siempre la misma.

Sé que al iniciar rápidamente comenzaré mi “viaje astral” al más puro estilo de Kalimán y me encontraré pensando en la inmortalidad del cangrejo o la trascendencia de que los gatos tengan cuatro patas en lugar de tres.
¿Quién demonios me va a pagar las horas de más que voy a desperdiciar aquí?
¿Quién se va a hacer cargo de mi gastritis que se agudiza cuando tengo que posponer mis alimentos?
¿Quién se ocupa de mis pendientes y los retrasos que esta pérdida de tiempo me implica?

El maestro José se apropiará de la palabra y comenzará con las lamentaciones y las quejas. No tendrá una sola propuesta positiva, pero al menos tendremos que escucharlo durante media hora.

A la maestra Margarita habrá que explicarle lo que se discutió la última vez, la penúltima y la antepenúltima. ¿Por qué no tomará notas? ¿Por qué no estará atenta aunque sea una vez? ¿Por qué nos hará perder el tiempo revisando lo que ya a todos nos debiera quedar claro desde hace tiempo?

Puedo ver a la maestra Anita platicando con quien tenga a lado e interrumpiendo a cada momento. Cómo hará para que se le ocurran cosas que nada tienen que ver con lo que se supone estamos trabajando.

¿Cómo es que el maestro Toño no asume su papel de coordinador de la reunión? ¿Por qué no los ubica? ¿Por qué se dispersa igual que los demás? ¿Por qué taurinamente se va con cada “engaño” de capote?

Y el maestro Martínez con sus regaños que nada tienen que ver aquí. Sus reclamos hacia la forma en que mantenemos la disciplina. Sus enojos porque no participamos más en la escuela. Como si no supiéramos que él es el que siempre tiene más desorden en sus grupos y es el primero en irse cuando se trata de colaborar en algo.

¿Trabajo fecundo o tortura impía?

La naturaleza de nuestro oficio como docentes hace cada vez más común y necesario el trabajo colectivo. De manera creciente, juntas, reuniones y asambleas van incorporándose a nuestras cargas de trabajo.

Lograr acuerdos, socializar experiencias, compartir puntos de vista, unificar criterios y convenir formas de hacer las cosas, nos enriquecen como profesionales de la educación y nos permiten aportar también al colectivo de maestros y maestras. Buena forma sin duda de incidir en lo educativo.

Desafortunadamente, raros son los casos en que hemos logrado desarrollar buenas formas de participación. Con demasiada frecuencia no quedan claros los objetivos, hay dispersión, se carece de sistematización y por ello se trabaja de manera poco eficiente y con un exceso de desgaste para los participantes.

La “fatiga que deja el arduo trabajo” poco tiene que ver con los resultados. A lo mejor se tiene la sensación de haber dejado en cada reunión, alma, vida y corazón, pero si los logros no son evidentes y tangibles... de poco a servido.
El desgaste improductivo no motiva, desalienta y satura.

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