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La sexualidad en
la vejez es, quizá, uno de los aspectos menos conocidos
y estudiados de la tercera edad.
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En una sociedad que de tiempo atrás ha hecho de la juventud la
condición por excelencia, la mejor manera de estar en el mundo,
la ideal, la única posible, pareciera que no queda mucho espacio para ejercer plenamente una sexualidad luego de los años
de la madurez: ni siquiera existe para hablar abiertamente del tema.
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Es
curiosa —por no decir aterradora— la forma en que esa etapa
de la vida, la tercera edad, ha sido la depositaria de tanto oscurantismo.
Pasada cierta edad, sin trámite alguno, los viejos pierden el
derecho a tener sexualidad. Santos, santas, querubines, eunucos, estatuas
de marfil por decreto mayoritario.
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A la manera de una
broma macabra, todos como sociedad hacemos hasta lo imposible por prolongar
los años de vida; pero poco o casi nada por mejorar la calidad
integral de la misma. Alto honor para la ciencia médica, ya que
los años adicionales hablan de su avance, calidad y pericia
en distintos campos que le son propios. Señalado desempeño
de gobiernos que crean las condiciones como para que esto sea posible.
Solidarios lazos familiares que contribuyen con protección y
cuidado, al menos en el aspecto físico.
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Encomiable labor
colectiva, pero también triste complicidad cuando los años
de la vejez se llenan de nada. Nulas oportunidades de trabajo, y por
tanto de independencia personal; exiguas pensiones suficientes tal vez
para sobrevivir —y algunas veces ni siquiera para eso—; en
muchos casos intolerancia y exclusión. Crítica con demasiada
frecuencia en lo sexual y burla casi siempre.
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