Texto:
Diseño gráfico: Nora Espino

 

 

Estaba el coche de Vera, y ninguno más, y Burt dio gracias por ello. Entró por el camino de acceso y se detuvo junto a la tarta que se le había caído la noche anterior. Seguía ahí: el recipiente de aluminio volcado, el halo de relleno de calabaza sobre el pavimento. Era el día siguiente a Navidad.

  Había ido el día de Navidad a ver a su mujer y a sus hijos. Vera le había advertido de antemano. Le había hablado con claridad. Le había dicho que tenía que marcharse antes de las seis, porque su amigo iba a venir con sus hijos a cenar.

  Se habían sentado en la sala y abrían solemnemente los regalos que Burt les había traído. Destaparon los paquetes; otros paquetes, los que desatarían luego, después de las seis, descansaban con sus alegres envoltorios bajo el árbol.

  Miró cómo los chicos abrían sus regalos, aguardó a que Vera soltara la cinta del suyo. Vio cómo quitaba el papel, levantaba la tapa, sacaba el suéter de cachemir.

 

—dijo Vera—.
—la instó su hija.
—insistió su hijo.

  Burt miró a su hijo, agradecido por su apoyo.
Vera se lo probó. Entró en su dormitorio y salió con el suéter puesto.
—declaró.
—puntualizó Burt; sintió que el pecho se le henchía.

  Abrió sus regalos. El de Vera, un bono de compra de la boutique masculina Sondheim's. El de su hija, un peine y un cepillo a juego. El de su hijo, un bolígrafo.

 

    Vera trajo unos refrescos de soda, y charlaron un poco. Pero la mayor parte del tiempo la pasaron mirando el árbol. Luego su hija se levantó y empezó a poner la mesa del comedor. Su hijo se fue a su cuarto.


     Pero a Burt le apetecía estar donde estaba. Le apetecía estar delante de la chimenea, con un vaso en la mano, en su casa, en su hogar.

Al cabo Vera fue a la cocina.


   De cuando en cuando su hija entraba en el comedor con algo para la mesa. Burt la miraba. Vio cómo plegaba las servilletas de hilo dentro de las copas de vino. Vio cómo colocaba un estilizado florero en medio de la mesa. Vio cómo ponía una flor en el florero, y el sumo cuidado con que lo hacía todo.

  Un pequeño tronco de cera y serrín ardía en la chimenea. Al pie del hogar aguardaban cinco más en una caja de cartón. Se levantó del sofá y los puso todos en el fuego. Se quedó contemplándolos hasta que ardieron. Luego acabó su refresco y se dirigió a la puerta del patio. De camino hacia allí vio las tartas alineadas en el aparador. Las cogió como pudo y las apiló sobre los brazos, las seis, una por cada diez veces que Vera le había sido infiel.

  En el camino de entrada, en medio de la oscuridad, mientras trataba desmañadamente de abrir la portezuela, una de las tartas se le cayó al suelo.

  La puerta principal estaba siempre cerrada desde la noche que la llave se le había roto dentro de la cerradura. Rodeó la casa hacia el patio. Había una guirnalda en la puerta. Dio unos golpecitos en el cristal. Vera estaba en albornoz. Miró hacia él y frunció el ceño. Luego entreabrió la puerta.