Burt dijo:
—Quiero disculparme por lo de anoche. También
quiero disculparme ante los chicos.
Vera respondió:
—No están en casa.
Ella permaneció de pie en el umbral, y él en
el patio, junto al filodendro. Se quitó una hilacha de la manga.
Ella prosiguió:
—No lo aguanto más. Intentaste quemarnos
la casa.
—No es cierto.
—Lo es. Todos fuimos testigos.
El pidió:
—¿Puedo entrar a discutirlo?
Vera se ciñó el cuello del albornoz y se retiró hacia
el interior.
Le advirtió:
—Tengo que salir dentro de una hora.
Burt miró a su alrededor. El árbol, lleno
de luces, parpadeaba. En un extremo del sofá había un
montón de papeles de seda
de colores y unas cuantas cajas relucientes. En el
centro de la mesa del comedor quedaba una fuente
con el caparazón
de un pavo; los correosos restos descansaban sobre
un lecho de perejil como sobre un horrible nido. Un cono de cenizas
colmaba la chimenea. También podían verse dentro de ella
unas cuantas latas vacías de cola Shasta. Una mancha de hollín
ascendía
por los ladrillos hasta la repisa de la chimenea;
la madera que coronaba los ladrillos aparecía chamuscada.
Burt se volvió y fue a la cocina.
Preguntó:
—¿A qué hora se marchó anoche
tu amigo?
—Si vas a empezar con eso, puedes irte ahora mismo —le
cortó Vera.