¿Qué opinaría de un granjero que pretendiera alimentar
a los pequeños becerros con leche de borrega o con alimento
para pichones?
Vaya desatino. Tal vez, si por la muerte de la vaca o a causa de una
enfermedad no hubiera otra posibilidad, valdría la pena intentar
y esperar que el animalito sobreviviera.
Entonces, ¿por qué pensar que usar leche de vaca o leches
maternizadas, pueden ser la mejor forma de alimentar y criar a un bebé?
A mediados del siglo XX hubo el gran boom de las empresas
industrializadoras de alimentos. De pronto se hicieron populares algunos
productos que representaban opciones más simples y prácticas
para quien carecía de mucho tiempo para cocinar, o porque daban
la oportunidad de consumir ciertos productos que no estaban disponibles
en cualquier época del año.
Desayunos instantáneos con cereales previamente procesados, frijoles
deshidratados para preparar en un tris los refritos acompañantes,
moles y adobos a los que sólo bastaba agregar un poco de agua
y poner al fuego.
Con las leches maternizadas sucedió algo parecido. Leche en polvo
con la cual se podía preparar de manera inmediata un biberón.
Desarrollo tecnológico importante que, de pronto, resultaba providencial
cuando una madre —por razones de salud o alguna otra causa igualmente
importante— se veía imposibilitada para alimentar a su bebé.
Sí, enormemente tranquilizador para una madre que podía
sentir la más grande de las angustias al no poder amamantar a
la criatura. Ah: pero todo desarrollo tecnológico tiene un costo
de inversión que debe ser recuperado mediante las ventas. ¿Cómo
sacar al mercado una cantidad suficiente de producto, si la mayoría
de las mamás podían —porque así es la naturaleza— dar
el pecho a sus retoños?
Hum... pues creando una necesidad artificial.