Irene Martínez Zarandona

 

Cuando intentamos tener una mejor comprensión del ser humano y comenzamos a estudiar las etapas en que los libros intentan dividir la vida, vamos de la admiración al asombro y llegamos a la extraña sensación de que el proceso de desarrollo tiene una mayor complejidad, y es más difícil conforme pasan los años poderlo clasificar.
 

 Dicho de otra manera: las primeras etapas de la infancia están bastante bien descritas por los médicos y estudiosos de la psicología, y aunque cada niño es diferente y tiene ritmos personales, son fácilmente distinguibles los pasos por los que va adquiriendo su pensamiento, la expresión de sus emociones, la formación de su carácter; en concreto, su personalidad.

 

El análisis se hace mucho más complicado cuando tratamos de definir la etapa adolescente y definitivamente se complica cuando pensamos en la adultez. Entonces la pregunta “¿quién es un adulto?” entra en el terreno de la subjetividad y las múltiples respuestas que pueden darse están matizadas por el color del cristal con el que cada uno miramos.

La experiencia vivencial combinada con las características físicas e intelectuales y las posibilidades de estudio, laborales y sociales, etcétera, hacen de cada uno de nosotros un ser único; y los rasgos definitorios pasan de los aspectos cuánticos como: a los tantos meses debe medir y pesar según una tabla específica, cuántas palabras se espera en tal edad, etcétera, de las etapas del crecimiento infantil, a una definición de adultez, que pasa por la psicología y entra en el campo filosófico.

Por ello es probable que cada uno tenga su propia definición de lo que es un adulto, o el momento cuando se llega a la adultez, y las respuestas son tan variadas como incompletas. Por ejemplo: cuando cumples 18 años, cuando has formado una familia, cuando trabajas y te mantienes solo, cuando eres independiente, lo cual suena más interesante o cuando eres responsable, pero ¿qué es ser responsable?

 
 
 
 
 

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