Ramón Cordero G.

En el pasado, saber lo que uno comía no tenía mayor ciencia. Si el menú incluía una sopa de jitomate, no había más qué averiguar: contenía jitomate sin más. Lo mismo un agua de sabores: limón y azúcar eran todos los ingredientes, no había complicación.

.....Tan elemental era la alimentación, que ni siquiera estaba presente la preocupación por el contenido de nutrientes de los alimentos. Ignorancia, pero también tranquilidad. Ideas erróneas —o por lo menos sin gran fundamento— ayudaban a organizar los platillos a servir en la mesa. Caldo de pollo para los enfermos, sopita de pasta para los niños y los viejos, verduras y legumbres tan sólo como adorno del platillo principal.

.....La industria de los alimentos preparados, envasados y conservados, ha dado un giro importante a nuestros hábitos alimenticios. La leche por ejemplo. Cada vez resulta menos común encontrar al lechero que, con sus botes a lomo de burro o de bicicleta, muy temprano, casa por casa, distribuye su producto a granel. Lo fácil, lo práctico, lo higiénico, es ahora esa comercialización hecha en empaques de cartón, de leche evaporada en lata, de paquetes laminados con polvo lácteo y de cajitas con leche que puede ser conservada por varios meses sin refrigeración.

 

.....Casos más ingratos son los de los productos que se anuncian de un sabor a algo que ni siquiera contienen. Gelatinas de fresa que no poseen de esa fruta ni una micra. Concentrados para preparar una agua fresca, mezcla extraña elaborada con saborizantes, edulcorantes, enturbiantes, conservadores y un poco de colorante.

.....Bastante necio resultaría insistir en ese mítico retorno a “lo natural” como única forma de vida. Inútil si las condiciones de la modernidad ya han forzado el uso de los productos industrializados, como condición indispensable para organizar la rutina cotidiana.


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