Ramón
Cordero
Cuántos mitos no se han tejido en torno a la masturbación
de los jóvenes. Aún ahora provoca una sonrisa el recordar
cómo periódicamente, los compañeros de generación
se examinaban las palmas de las manos para constatar que no hubiese
aparecido algún cabello delator.
A
partir de la ignorancia, todos daban por cierta la consigna de que,
al recurrir periódicamente a la práctica de la masturbación,
más tarde o más temprano, crecería pelo en la mano.
Ni
qué decir de las beatas abuelas, que consideraban al onanismo
como la principal causa de locura juvenil y reblandecimiento cerebral.
Por supuesto, sin dejar a un lado la creencia de que también
había una interferencia con el normal desarrollo o la aparición
de acné en el rostro. Circunstancias ambas que ponían
bajo sospecha a los bajos de estatura, los muy delgados y hasta a aquellos
que además de padecer con los horribles granos en la cara, debían
llevar a hombros, injustificadamente, una mala fama que habría
opacado a la de cualquier pervertido aparecido en los periódicos
amarillistas.
Y
bueno, es que también la ciencia a pesar de su pretendida objetividad,
suele cargar con una buena dosis de prejuicios propios de la sociedad
en que se desarrolla su labor.
Investigaciones
médicas previas habían logrado demostrar que la frecuencia
de cáncer en próstata —enfermedad que incrementa
notablemente su incidencia luego de que los varones han rebasado las
cuatro décadas de edad— aumentaba probabilísticamente
hasta en un 40 % en aquellos hombres que mantenían una actividad
sexual frecuente o que tenían varias parejas sexuales. Así
pues, los hallazgos de los científicos reforzaban la idea de
que para prevenir los problemas de próstata, era recomendable
un ejercicio moderado de la sexualidad y en la medida de lo posible,
restringido a una sola pareja. Conclusión que no sólo
no entraba en conflicto con las normas morales vigentes en los viejos
tiempos, sino que le prestaba sustento firme.