Leobardo estaba encantado. Salvo los interrogatorios paternos y el mal rato que ellos implicaban, le quedaba muchísimo tiempo libre para buscar conchinillas, hacer experimentos con focos y baterías, leer un poco de aventuras, merodear por el parque cercano a su casa y pensar en una que otra travesura.

Desafortunadamente los tiempos de bonanza no suelen durar para siempre. Llegó la fecha en que los padres de Leobardo fueron llamados a la escuela por estar bajo el ojo inquisidor de la maestra.


No había margen de error. Con calificaciones regulares en los exámenes de los períodos y sin tareas entregadas para subir su calificación, el niño estaba en la antesala del infierno.


Luego de la entrevista familiar con la maestra responsable, el cargo de conciencia hizo que Leobardito reflexionara en su actitud y pensara en la posibilidad de dedicar nuevamente tiempo a sus deberes escolares. Ah, pero a la buena vida se acostumbra uno pronto; y como las tareas nunca habían sido una de sus actividades favoritas, le resultó más fácil dejarse llevar por la corriente.


Padre y madre decidieron que la situación del niño ameritaba un plan de emergencia. ¡Ayudarían a Leobardo con las tareas! La estrategia era simple. En lugar de conformarse con la cantaleta de que no había tarea o que ya estaba hecha, por turnos, ambos padres revisarían cotidianamente los cuadernos para ver qué se había dejado. En caso de que no existiera la anotación correspondiente, llamarían por teléfono a alguno de los amigos del hijo para saber qué había que entregar al día siguiente. Procedía también un marcaje personal. Igualmente por turnos y materias, se sentarían uno u otro con la criatura para garantizar que la tarea quedara realizada.

 


Movilización general que hasta a la hermana mayor de Leobardo incluyó. Estando en la misma escuela, ella se hacía cargo de hacer sus averiguaciones y pasaba un informe a la madre. La señora se movilizaba a la papelería, o bien enviaba recado al padre de familia para que se hiciera cargo de las compras escolares.


Mamá cumplía el primer turno junto al niño. Memorizando cuando había que memorizar, recortando y pegando cuando eso correspondía, dictando cuando Leobardo tenía que transcribir. Papá hacía el relevo y explicaba cuando había que explicar, volviendo a memorizar si así se requería, investigando cuando resultaba necesario.

    
 

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