Quizá
no hemos reflexionado lo suficiente sobre esas características
que atribuimos a los jóvenes y las ventajas que han tenido
para que nuestra especie aún persista sobre la faz de la
Tierra. Es posible que esa volubilidad (ahora estigmatizada) haya
sido justamente el ingrediente para la adaptación a un
mundo cambiante, en el que la exploración de nuevos caminos
o la modificación de una forma de pensar hiciera la diferencia
entre vivir o morir. Migraciones súbitas, maneras distintas
de hacer las cosas o toma de decisiones espontáneas, pudieron
haber determinado el hecho de continuar vivos, en lugar de morir
en un afán de estabilidad y permanencia (características
por cierto, de la edad adulta).
Quién
nos dice que la impulsividad atribuida a la gente joven no fue
determinante como para acometer empresas que a los ojos de la
experiencia hubieran parecido irrealizables o insensatas. Intentar
la caza del bisonte o del mamut —contra la aparente ausencia
de posibilidades de éxito— proporcionó a los
grupos primitivos una dieta con más aporte proteínico
y con elementos de construcción suficientes como para ir
desarrollando paulatinamente un cerebro de dimensiones también
mayores.
Rebeldes que no se conformaron con los avances alcanzados
y las estructuras logradas como parte del proceso de formación
de las sociedades. Inconformes que, con su empuje, presionaron
los cambios que hacen el hoy mejor que el ayer (incluso cuando
hay momentos en la historia de los pueblos que nos hacen no creerlo).
Sin lugar a dudas, la población joven ha tenido un papel
fundamental en ese lograr que sean las normas de convivencia las
que nos rijan y no la llamada “Ley de la selva”, donde
muchos de nosotros hubiésemos tenido pocas posibilidades
para subsistir con cierto decoro.