¿Por qué atribuir eso a los jóvenes?

Cierto, parecen arbitrarias las afirmaciones previas. Aparentan incluso un desprecio hacia la experiencia y la madurez de la edad adulta. Sin embargo, estas loas a la “inmadurez” tienen su lógica y razón de ser.

La madurez y la experiencia son, por así decirlo, una “invención social” relativamente reciente. Pensemos simplemente que en la Edad Media, la esperanza de vida para una persona común y corriente estaba muy cercana a la treintena de años. Es sólo hasta los tiempos cercanos, con la generación de medicamentos, vacunas, medidas generales de higiene, técnicas quirúrgicas y prácticas odontológicas, que la gente puede esperar llegar viva y sana a las siete décadas de edad.

En los tiempos de la prehistoria la dificultad para llegar a la “madurez” era aún mayor. Veinticinco o treinta años era con lo que un joven podía contar como para formarse, dejar una descendencia, hacer innovaciones tecnológicas e intentar transformar su sociedad. Poco tiempo ¿no es verdad?

Mínimo lapso y, sin embargo, lo hicieron. Consiguieron, a pesar de la lentitud paulatina inicial de muchos miles de años, que el género humano fuera capaz de asegurar su permanencia frente a otras poblaciones animales. Una población joven que consiguió cimentar lo que hoy es el hombre, la más exitosa de las especies que actualmente pueblan el planeta (a pesar de todos su defectos y de los sombríos augurios de corte maltusiano).

Ahora bien: si esas características juveniles nos fueron tan útiles, ¿cómo es posible que ahora pueden parecernos —y conste que sólo a algunas personas— irritantes, enojosas e intolerables?

¿Cómo es que son motivo de confrontación intergeneracional, cuando justamente fueron estas particularidades las que posibilitaron el que algún día hubiera adultos maduros?

Tal vez desde esta perspectiva podamos ubicar que las viejas y las nuevas generaciones no somos enemigos ni competidores, sino simplemente colaboradores. Complementos para suplir lo que a unos y otros falta. Ah, porque la adultez también ha contribuido con sus aportaciones: estabilidad, experiencia, juicio tranquilo y paciencia —concediendo que sean atributos de la madurez— han dado también una mayor dimensión a la acción transformadora de la juventud.

¿Qué tal si para variar le ponemos una pequeña dosis de juventud a nuestro actuar adulto?

¿Qué tal si reivindicamos esos rasgos que en cierta medida hemos perdido, pero que hoy nos permiten estar aquí?

¿Qué tal si concedemos que jóvenes y adolescentes son personas de las que también debemos aprender?

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