Los remedios caseros que le recomendaron fácilmente habrían podido llenar las páginas de un cuaderno. Gárgaras de agua tibia con bicarbonato y limón. Infusión de ajos para hacerle sudar y elevar la temperatura. Friegas con alcohol alcanforado. Fomentos con mil y una yerbas. Pomadas para el pecho. Baños de pies. “Tronado” de anginas. Unas pastillas maravillosas que alguna vez le habían recetado a la hija de la señora del aseo. El jarabe de no sé qué y un sinfín de curas, todas ellas infalibles a decir de sus recomendantes.

Pues bien: Saúl pasó una semana completa intentándolo todo. A la afonía le había seguido el dolor de articulaciones, la constipación, una cierta dificultad para respirar y una tos que ya no cedía a ninguna hora del día o de la noche. Herido en su amor propio por ser menos fuerte de lo que pensaba y frustrado por la inutilidad de lo probado, decidió recurrir a la artillería pesada. Iría a la farmacia y buscaría algo más fuerte. Finalmente, eran muchos los productos medicinales que se anunciaban: alguno habría de servir.

 

 

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