Al parecer su decisión era acertada, desde que él tenía memoria el farmacéutico de la esquina recomendaba medicinas a los que lo solicitaban. En la colonia se le consideraba casi un médico; de hecho, muchos de los vecinos lo llamaban “doctor”. Según recordaba, el dependiente de la farmacia había sido el encargado de ponerle las primeras inyecciones cuando era niño.

Saúl se habría quejado de las dolorosísimas aplicaciones intramusculares de ahora, si no se hubiese sentido tan enfermo y debilitado. “Ahora sí estoy en el camino correcto”, pensaba. Tomaría también las cápsulas y el jarabe, siguiendo cuidadosamente las instrucciones.

Tres días después seguía empeorando. La fiebre superaba los 40 grados y ahora la molestia inicial en la garganta parecía lo de menos. Acudió nuevamente a la farmacia y el encargado supuso que se habían topado con una infección más o menos resistente a los medicamentos convencionales. Había que intentar con algo más fuerte: un antibiótico de amplio espectro. Una de esas medicinas que, por lo común, son capaces de barrer con casi todo microorganismo a su paso. Tres días más de tratamiento fueron suficientes como para que Saúl se diera cuenta de que tampoco había sido el medicamento apropiado.

 

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