Proponía que la Academia Nacional de Medicina promoviera una cruzada "...en contra de los males que resultan, no precisamente del comercio sexual, sino de la manera imprudente y loca como se practica, sobre todo en la adolescencia". Para él y algunos de sus colegas, la educación contra las "enfermedades venéreas" era una necesidad de Estado, que podía salvar millares de vidas.

Su propuesta fue aceptada, pero muchos académicos -que no dudaban en apoyar las campañas contra el paludismo, la tuberculosis o la fiebre amarilla- la criticaron, por considerar que era inmoral estudiar y tratar de resolver, a la luz de la ciencia, un problema como la sífilis. Para ellos -como para algunos en la actualidad- lo único que había que difundir entre los jóvenes era no sólo que la castidad y la continencia no eran nocivas, sino que estas dos virtudes eran muy recomendables desde el punto de vista médico. Cerraban los ojos al hecho de que cerca de 20 por ciento de los enfermos de la piel atendidos en hospitales, presentaban manifestaciones sifilíticas, además de que por los diversos servicios de vías urinarias, ginecología, niños, otorrinolaringología, medicina y cirugía general, pasaban enfermos de sífilis cuyo número era imposible precisar.

Convencimiento o coerción

En el porfiriato, de acuerdo con el Código Penal, las autoridades no podían compeler a los profesionales de salud a revelar los secretos que se les hubieran confiado en el ejercicio de su profesión, ni siquiera en caso de delito. Algunos médicos hablaban del derecho de prevenir a quien iba a casarse o estaba casado con un(a) sifilítico(a). Otros, en cambio, aseguraban que en ninguna circunstancia podía violarse el secreto médico. El gran clínico mexicano José Terrés cantaba en una de sus lecciones, que en una ocasión atendía a una señora atacada de sífilis cuyo esposo le era desconocido y estaba ausente. Recibió una carta del señor en la que le rogaba le indicara las precauciones que habían de tomarse con los hijos para que no se contagiasen de "la enfermedad de la sangre" de la que curaba a su mujer. Terrés le contestó que siempre que atendía a un enfermo le indicaba lo que él creía que debía hacer, y que probablemente sufría una confusión, porque si bien atendía a la señora, aún no había dado su diagnóstico. Obró de esa manera porque ya había dado los consejos conducentes para evitar el contagio, pero desconocía el origen de la sífilis de la señora, e ignoraba si el esposo era sifilítico o el tiempo que había durado su ausencia.
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