Sobrepeso y velocidad
Si las alteraciones sólo tuvieran
que ver con la cantidad, bastaría con recurrir a los remedios más
o menos conocidos como los antiácidos y los preparados alcalinos
que se anuncian por todos los medios como si se tratara de caramelos.
Mal, pero el tubo digestivo cumpliría con su misión.
El punto es que la costumbre de comer con
rapidez y un mínimo de masticación está relacionada
con el aumento de peso (y tallas, por desgracia). Esto tiene que ver con
una falta de atención hacia la forma en que opera nuestro organismo.
El mecanismo del hambre es muy complejo,
ya que involucra a los órganos del aparato digestivo y también
al sistema nervioso, pero donde participan hormonas y nutrientes disponibles.
De manera simplificada podríamos decir que al ser detectada una
disminución en la energía disponible, una parte del cerebro
le hace saber a nuestro estómago que ya debe comenzar a protestar
y a hacer ese amago de autodigestión que nos invita a comer.
Como ya se mencionó antes, el procesamiento
de la comida en el interior del tubo gástrico implica un trabajo
químico de desdoblamiento o ruptura de nutrientes, y ello ocupa
algo de tiempo dependiendo de la complejidad de los ingredientes. Los
más sencillos comienzan a ser liberados y transportados por la
sangre después de unos minutos, pero los de estructura más
compleja podrían requerir horas.
¿Qué sucede cuando nos atragantamos
en la desesperación por saciar el apetito? Algo bastante lógico:
no damos el tiempo necesario para que —al circular por vía
sanguínea y llegar a los órganos destinados— el cuerpo
pueda percatarse de que ya es suficiente alimento como para mantener el
equilibrio.
En palabras llanas, se trata de una carrera como la de la liebre y la
tortuga, pero donde el reptil no gana. Seremos lo suficientemente rápidos
para meter más calorías de las que necesitamos, sin dar
tiempo a que el organismo pueda percatarse de que ya está satisfecho
o de que están —por el momento— cubiertas sus necesidades.
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