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Lo último del jaleo
A
pesar de que solemos guardar figuras, focos y abalorios, como pertrechos
para iniciar con prontitud la conmemoración del año
siguiente, todo por servir se acaba y algo tendremos que botar:
series quemadas o con bombillas fundidas, los botes vacíos
de la nieve artificial, los muñecos descabezados del nacimiento,
un musgo con pretensiones de fértil pradera y baterías
que se encargaron de hacer funcionar velas artificiales, juguetes
o algún ingenioso dispositivo que nos hizo “sentir”
la Navidad.
Es poco material, pero no todo inofensivo desde
el punto de vista ambiental. Que quede asentado en esa lista que
ya debe ser tan larga como los estados de cuenta en los que se consignan
los gastos hechos desde el corte anterior.
Pero
faltan los pinos y coronas que días antes fueron follaje
vivo. Con el comienzo del año, daría la impresión
de que a alguien se le ocurrió la excelente idea de echar
a andar un programa de reforestación en las calles. De repente
aparecen. Cinco, seis o diez de ellos cada mañana y, efectivamente,
probablemente hayan sido cultivados con el propósito de que
decoren las salas hogareñas, aunque tenga una parte macabra
eso de verlos morir día con día a pesar de la iluminación
y las esferas. El detalle es que una vez cumplida su misión,
están destinados a convertirse en más basura si no
participan en alguno de los proyectos de reciclaje para transformarlos
en composta,
a menos que alguien tenga la “brillantísima”
idea de usarlo como pira funeraria de una celebración que
llegó al final. Si así ocurre, elevaremos todavía
un poco los niveles de contaminación, el regalo de despedida.
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