Mi hijo no aprende

Autor: Ramón Cordero G.

Esa tarde en que la vida transcurría normalmente en casa de los García, súbitamente, el sonido del teléfono interrumpió la armonía familiar.

Casa de la familia García. ¿Sí, quién llama? (...) maestra Lupita, qué sorpresa; cómo está... (...) ¿Un problema? ¿Juanito? ¿Mañana en la dirección? (...) No será algo grave, ¿o sí?

La desgracia había llegado a la familia García. Citados en la dirección de la escuela para recibir una queja de Juanito. ¡Qué vergüenza, qué oprobio, nunca hubiera pensado que un hijo mío me pusiera en este dilema! Pensaba papá García. Ante la falta de información -aunque con seguridad tendrían al día siguiente-, Juanito se vio sometido a un intensivo interrogatorio digno de mejores causas, como el esclarecimiento de un crimen. ¿Por qué nos llaman de la escuela? ¿Qué hiciste? ¿Qué has roto, muchacho? ¿Estás faltando a clases? ¡Confiesa, di la verdad! ¿Le hiciste alguna grosería a la maestra?

Claro que Juan no tenía ninguna respuesta que dar: al igual que sus papás, no sabía de qué se trataba.

La mañana siguiente llegaron con mucha antelación. La situación no era para menos. Juanito ya había dado algunos sustos durante el preescolar y los García no querían más problemas. Suficiente había sido con aquellas experiencias como cuando el niño se había comido media caja de crayolas sin convidar a nadie, o aquella vez en que convirtió los orificios de su nariz en campo de cultivo para semillas de frijol.

En fin: luego de una "breve" espera de cuatro horas, finalmente entraron a la dirección de la escuela. No porque hubiera habido retraso, ya que la cita era justo a las 12 del día. Ah, pero qué mala consejera suele ser la ociosa espera. Durante ese tiempo, papá y mamá García se habían dedicado a maquinar e imaginar cuál o cuáles habían sido los posibles estropicios, así que cuando pasaron a la sala prácticamente estaban al borde de un ataque nervioso y ambos furiosos contra el niño.

Pues nada... a ciencia cierta, no había un problema en particular; sólo que durante las últimas semanas la maestra Lupita había detectado cierta distracción en Juan. Nada irremediable, pero sí algo en lo que había que poner cuidado porque comenzaba a tener efectos adversos. En resumen: Juanito no ponía atención a las clases, se distraía con facilidad, molestaba a otros compañeros, le era imposible concentrarse en las indicaciones, y tanto sus trabajos como sus tareas mostraban descuido e improvisación. En lugar de hacer la tarea en casa, el niño la preparaba en el rato que transcurría desde que lo dejaban en la escuela y hasta antes de la hora de entrar a los salones.

-No se alarmen -comentó la maestra-, pero puede tratarse de un problema de aprendizaje. Recomiendo que un especialista le haga una valoración profesional, sólo para descartar.

Los García salieron indignados.

-Cómo que "creo que es un problema de aprendizaje". Si es maestra debe saber, estar segura. Además, cómo es que mi "terroncito de azúcar" va a ser un enfermo mental -se quejaba la señora.

Don García, de inmediato a la defensiva, simplemente comentaba:

-Yo no lo creo, mujer. En mi familia nunca ha habido nadie con problemas; en otras familias no sé, pero en la mía jamás.

Lo curioso es que aun cuando se preocupaban, los padres de Juanito no terminaban de decidir si asistir o no con un especialista. Raramente, preferían eso que algunos llaman "la tranquilidad que da la ignorancia". Aunque una tranquilidad muy pero muy relativa, ya que en cada gesto, en cada palabra y en cada reacción del niño, intentaban encontrar algún síntoma fatal.

Día a día Juanito iba aprendiendo a sentir lo mismo que debe experimentar una rata blanca de laboratorio que está siendo minuciosa y detalladamente observada. A ratos, ya nada más para divertirse a costillas de sus padres, hacía algún gesto desusado como levantar con rapidez ambos brazos o poner los ojos en blanco, tan sólo para ver el gesto de terror en los rostros paternos.

Por supuesto que un padre o una madre angustiados no pueden guardar silencio. Bastaba con que alguien hablara de lo raro que está el clima o del precio que han alcanzado las zanahorias, para que alguno de los García comenzara con sus cuitas:

-A propósito de las zanahorias, fíjese que nos llamaron de la escuela porque Juan está teniendo problemas: con decirle que hasta al psicólogo lo quieren mandar.

Y así como no hay padre preocupado que pueda resistir el silencio, tampoco hay vecinos o parientes que no se sientan expertos en la materia. Doña Pompeya, la vecina, manifestó su opinión de matrona sapientísima en problemas educativos. Experta porque en sus buenos tiempos había tenido nueve hijos, todos unos vagos redomados, pero al fin nueve; así que, desde su perspectiva, no había nadie más autorizado para ofrecer una solución.

-No se preocupe, vecina -decía Doña Pompeya-: eso no es otra cosa que malcriadez. Mire que yo sé de eso y se corrige de la manera más sencilla. Una buena tanda de soplamocos y asunto terminado, que se lo digo yo.

El tío José, jubilado desde tiempos inmemoriales y aficionado incondicional de los programas matutinos de la televisión, fue categórico:

-Eso yo lo vi en el programa de la semana pasada. Siento decirlo, pero mi pobre sobrino nieto, mi querido Juanito padece... (y aquí hizo una pausa para enjugar una lágrima que llenara de solemnidad y dramatismo el momento, tal cual lo hacen en esos programas que tanto le gustan) padece el Síndrome de Déficit de Atención.

Todavía se lanzó la puntada de advertir:

-Veo venir largas e infructuosas terapias; la vida ya no será la misma para ninguno de nosotros, menos aún para Juanito.

La comadre Martha recordó el caso de su hermano, que había sufrido un problema de sordera después de un cuadro gripal de "santo y muy señor mío". Perdido el oído había también abandonado la escuela, al no poderse adaptar y nunca más adelantar en sus estudios. Claro que la comadre no aclaró que su hermano se preparaba para ser afinador de pianos y en sus tiempos era bastante más sencillo cambiar de ocupación que recuperar la audición.

Así así, nada más en las pláticas ocasionales y sin mucho buscarle, ya tenían tres diagnósticos posibles y ninguna solución: sordera, berrinches de la mala crianza y déficit de atención. Pero, por si esto fuera poco, seguía la avalancha de consejos y explicaciones.

Luis, el de la tienda, juraba y perjuraba que lo que a Juanito le faltaba eran unos anteojos. El mismo se ponía como ejemplo del fracaso escolar. A los 18 años y luego de haberse quedado en el cuarto grado de primaria, cuando intentó conseguir su primera licencia de manejo, descubrió que era completamente miope.

La prima Luisa era más terminante:

-Mira, prima: no te lo tomes tan a pecho, igual y Juanito sí tiene un problema mental, al fin y al cabo es hijo de su papá. Sí, es duro aceptarlo, pero ya ves: hasta tu marido encontró una buena mujer como tú, así que no será algo tan grave. Con que le prepares de cuando en cuando un caldo de cabezas de pescado, por aquello del fósforo, así como te lo recomendé cuando te casaste, pues ya verás que mejora.

Por supuesto que comentarios como el de la prima Luisa hacían que el señor García se sintiera gratuitamente atacado, así que decidió salir de dudas de una vez por todas. Recordó que el día anterior había visto, al pasar por un puesto de periódicos, una revista de colores que en su portada destacaba un artículo de actualidad: "Aprendizaje actual y vidas pasadas". Luego de una lectura concienzuda del artículo de la "doctora" Khathya Krystall, llegó a la conclusión de que el problema de Juanito se debía a un karma que venía de la reencarnación anterior, en la que el niño había sufrido la energía negativa del desorden de los astros por efecto de una constelación en crisis; pero que podía ser resulto con toda facilidad, si se preparaba un extracto de lengua de unicornio europeo con polvos de oreja de una gallina mutante.

Serenando este compuesto en luna nueva de un 30 de febrero, tenía un remedio infalible y garantizado por la autora, toda una "eminencia" en el campo de la ciencia educativa. Desafortunadamente, nadie tenía la delicadeza de cuidar que estas conversaciones no fuesen escuchadas por Juanito, quien cada día iba perdiendo seguridad y comenzaba a dudar de su propia normalidad.

Había ya experimentado el desconcierto de unos cuantos sopapos injustificados, recetados por Doña Pompeya. Se había preocupado por no levantarse del sillón durante cuatro horas seguidas para comprobar si el tío José tenía razón en su idea del déficit de atención (imposible lograrlo). Intentaba distinguir, sin resultados positivos, el sonido que hace una cucaracha al masticar, tan sólo para averiguar si no tendría algo de la sordera mencionada por la comadre Martha.

Intentaba leer hasta las letras más pequeñas que aparecían en las etiquetas del supermercado para comprobar si había miopía o no (vale decir que las letras pequeñas de los contratos para él eran ilegibles). Se miraba por largos ratos para detectar las semejanzas con su padre, y hasta buscaba en Internet algún sitio donde pudiera obtener información acerca de la lengua de los unicornios o las orejas de las gallinas mutantes.

Pobre Juanito: la profecía de la prima Luisa se convertía en realidad. De hecho las expectativas de todos se cumplían, al menos desde la visión del niño. Luego de un par de semanas se sentía miope, sordo, tonto, loco y lo que se acumulara en los próximos días.

La tablita de salvación vino de la misma manera en que habían llegado todas las bien intencionadas "ayudas" de amistades y parientes de la familia. Fue un vendedor ambulante quien ofrecía por tan sólo 5 pesos la Guía Psicológica Moderna para el Tratamiento Casero de los Problemas Escolares. Ejemplar que, a decir del comerciante, contenía las pruebas para el diagnóstico, la sintomatología, el pronóstico y el tratamiento de 150 padecimientos mentales, físicos y de la personalidad, que interferían con el rendimiento escolar.

Pues bien: Juan respondió las guías diagnósticas y descubrió que, a la lista que ya tenía acumulada, tendría que aumentar también la enfermedad de Alzheimer, la listeriosis en su modalidad neuronal además de la esquizofrenia. Lo curioso fue encontrar que, al pedir a otras personas (compañeros de escuela, familiares cercanos e incluso la maestra) que respondieran los cuestionarios, todos, absolutamente todos quedaban en la mayoría de las categorías.

Juan, quien ya se había dado cuenta de que algo estaba mal en todo este embrollo de sus "problemas" de aprendizaje, y dudando de lo que es normal o anormal, decidió publicar los resultados en cartulinas que pegó en su salón. Se hizo un verdadero escándalo que obligó a la directora a intervenir.

Tal como debió ser hecho desde el principio, un especialista hizo la valoración de Juanito sin encontrar nada que fuera motivo de preocupación. Hizo algunas recomendaciones, pero no al niño, sino en la forma de trabajar en el salón: menos esperas entre una y otra actividad, más participación de niños y niñas, tareas de acuerdo con lo aprendido y algunas cosas más.

Juan García ahora sabe que es un niño sin problemas; sabe también que, si los tuviera, con la ayuda de un diagnóstico profesional tendría la atención necesaria. Pero hay algo más, sabe el valor de ese refrán que asegura: ¡PREOCÚPENSE MENOS Y OCÚPENSE MÁS!

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