A riesgo de simplificar los fenómenos y en la imposibilidad de capturar la complejidad de los traslapamientos, fracturas y secuencias en torno a las narrativas sobre sexualidad, podemos destacar tres tipos de discurso relacionados con cada una de las generaciones. En primer término, el mundo de las abuelas está regido por los preceptos del silencio-secreto, en donde se procura desviar y evitar a toda costa cualquier enunciación que remita a la sexualidad como tal. Se crea un discurso en contra, no sólo prohibitivo sino prescriptivo, que divide tajantemente a la sexualidad en buena y mala. La primera es ejercida sólo dentro del matrimonio con fines procreativos y está ligada y asociada al marianismo y al sacrificio. La segunda se configura fuera de este ámbito, sin motivos procreativos y está relacionada con escenarios abyectos y siniestros. En este desgajamiento de la sexualidad se enlazan, por un lado, las imágenes santificadas de la pureza y la espiritualidad, que ponen en entredicho la condición animal e instintiva de la carne. Simultáneamente se magnifican las escenas de violencia, temor, vergüenza e indecencia que se dirigen al cuerpo, a sus sensaciones y emanaciones, asociándose a su vez con las significaciones de perversidad, promiscuidad y maldad. De esta forma, el placer y el deseo se constriñen dentro de funciones sociales enaltecidas, tales como la maternidad y el cuidado de los otros.

Para las abuelas es casi impensable otro deseo u otro placer que el amor tierno y sacrificado hacia el marido y los hijos, radicando en estas virtudes su fortaleza y su debilidad. Asimismo, el amor de los otros y el sacrificio se convierten en valores y significaciones a partir de los cuales se configuran sus experiencias y dotan de sentido su vida. Pensamos que en los ejemplos de las abuelas, más que una experiencia de frustración respecto del deseo y el placer sexual, hay una desviación en la que no parecen estar detectados ni constituidos como registros pensables y por tanto posibles de ejercer. Ahora bien, las abuelas resuelven sus contradicciones entre una percepción de la sexualidad como fuerza transgresora a sus ordenamientos religiosos y la obligación de responder a los requerimientos del marido, con la aceptación, reconocimiento y obediencia al mandato del débito conyugal y la procreación.

Para las abuelas de estratos acomodados, el imaginario corporal infantil es un cuerpo "blanco" y "puro", sin nexos con la sensualidad o el placer sexual. Es un cuerpo lúdico pero asexuado, depositario y contiene de las almas "angelicales" de los niños: Para las de estratos bajos, el cuerpo infantil ni siquiera se asocia a la ludicidad, dado que su experiencia infantil se organizó en torno al trabajo y la necesidad de sobrevivencia. En este grupo social, las tareas físicas excesivas y el esfuerzo corporal diario se imponen como sus modos de vida, de manera que tanto en atributos de género como el propio cuerpo están ligados a los asuntos de trabajo. El esfuerzo, en algunos casos avasallador, en conjunto con los silencios y prohibiciones, hacen comprensible que estas mujeres tuvieran pocas posibilidades de reconocer los cambios puberales y aun aquellos suscitados durante los primeros embarazos.

Dentro de la conyugalidad, las prácticas sexuales de las abuelas toman la forma tradicional de la sexualidad reproductiva. Las pocas que hablan en torno a los estilos practicados (dos de ellas de nivel acomodado) mencionan que eran conservadores, la forma "natural" y "normal" de hacer el amor. Señalan que les disgustaban las caricias novedosas y que preferían las prácticas conocidas y aceptadas. En general, estas mujeres comentan que el disfrute sexual es asunto de los varones. Todas coinciden en que son ellos los activos, los que están dispuestos a los intercambios frecuentes y los imponen sobre el gusto o disgusto de la mujer. Corroboran la idea de que el deseo y el impulso sexual es consustancial a la naturaleza "animal" del hombre y que sólo las mujeres de moralidad dudosa son las que se complacen en la sensualidad y disfrutan del orgasmo.

Sin embargo, algunas de estas mujeres hacen consideraciones en torno al amor conyugal que les autorizan a disfrutar, en alguna medida, el intercambio sexual, y se relaciona, como lo menciona Bataille, con el erotismo del corazón (Bataille, 1992). Éste consiste en una fusión espiritual sentida frente al amor tierno, una especie de acompañamiento y simpatía moral, que prolongaría los encuentros corporales y hará menos penosa, y pro momentos gratificante, la aceptación del encuentro. Podemos pensar que a pesar de la renuncia corporal, las condiciones del enamoramiento, de la espera forzada por la vigilancia social, producían también fantasías y pasiones que se cumplían, de alguna manera, en el vínculo amoroso de estas mujeres.

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